No van a votar en referéndum los vecinos, que estas cosas conviene hacerlas democráticamente, para repartir la estupidez entre todos. Les van a preguntar a los habitantes de Moclinejo si quieren ser el primer pueblo gay del mundo, el primero en tener un barrio de seiscientos apartamentos para personas con esa tendencia sexual. Sería lo mismo si les preguntasen en consulta popular si quieren tener una urbanización (que va a duplicar la población del pueblo, y eso puede ser un gran error) exclusiva para la gente que tiene los ojos verdes, o para los zurdos, o para los que miden dos metros exactos.

La homosexualidad, siendo lo que es, una opción personal y privada del ejercicio de la sexualidad de cada ser humano, no puede, no debe, no tiene por qué significar un rasgo distintivo de nada. Si lo que pretenden los promotores de la idea es dar normalidad a la homosexualidad, nada más contrario que hacer una macrourbanización y, para colmo, pintar todo el pueblo de rosa. Eso es, en realidad, una horterada de tamaño descomunal, una prueba irrefutable de mal gusto y, lo que es peor, un abundamiento en el más absurdo estereotipo, el regodeo en un cliché que, como todos, tiene un amargo poso discriminatorio y hasta de burla.

Para que la homosexualidad tenga el nivel de aceptación social que en justicia le corresponde no es preciso construir guetos donde encerrarla y, al mismo tiempo, hacerla foco y centro de atención. La normalidad a la que se aspira se alcanza con la normalidad práctica en todos los órdenes de la vida, con la cotidianeidad absoluta. Los gays no deben vivir en barrios específicos, deben vivir, ni más ni menos, donde vive todo el mundo y como cualquier otra persona, pues nada más que eso son. Lo que haga cada cual con su sexualidad sólo le atañe a él, y lo que prefiere en la cama debe importarnos tanto como lo que prefiere para desayunar. La aceptación social definitiva llegará no cuando todos acepten (en aceptar ya hay un dejo condescendiente, de «permiso», que resulta intolerable) que alguien sea homosexual, sino cuando a nadie le importe si alguien lo es o no.

Convertir Moclinejo en el «primer pueblo gay del mundo» no creo que haga ningún bien a los homosexuales, estoy seguro de que no les ayuda en nada. Y tengo la certeza de que al pueblo tampoco. Alguien les habrá convencido de que esto les dará mucha publicidad, pero no toda la publicidad es buena, ni a corto ni a largo plazo. La jornada de reflexión antes del referéndum debería durar el doble que la campaña.