ensemos en la situación de un megarrico, una persona que perciba, por ejemplo, unos ingresos anuales de 100 millones de euros. ¿Qué tipo de gravamen debería aplicarse, en el IRPF, sobre el último de los euros percibidos? Si aceptamos la hipótesis -no compatible con la codicia- de la utilidad marginal decreciente de la renta, los euros adicionales van aportando una satisfacción cada vez menor, lo que podría justificar la aplicación de unos tipos impositivos en crecimiento continuo. ¿Pero, hasta dónde deberían llegar: al 50%, al 70%, al 90%... al 99,99%?

La concreción del nivel y de la progresión de los tipos del IRPF ha sido una cuestión altamente controvertida a lo largo de la historia, sin que en ningún momento se haya alcanzado un consenso sobre los aspectos básicos, ni en la teoría ni en la práctica. De hecho, la imposición progresiva se plasmó históricamente en la realidad tributaria antes de que las posiciones doctrinales llegaran a consolidarse, algo que, a tenor de los contrastes y los movimientos pendulares observados, no puede decirse que se haya logrado aún plenamente. A título de ejemplo, John Stuart Mill defendía la progresividad solo para las herencias. A su vez, Marx y Engels se limitaban a preconizar, en el Manifiesto Comunista, un impuesto fuertemente progresivo, sin más precisiones. Más adelante, a comienzos del pasado siglo, Leroy-Beaulieu, un hacendista francés, llegaba a calificar como exorbitantes a aquellos tipos impositivos sobre las rentas privadas que excedieran del 12%.

«Cuando me siento ahora en mi hogar devastado por la pobreza, y me pongo a mirar el lugar donde solía estar antes el piano que tuve que vender para pagar mi impuesto sobre la renta, me invade un sentimiento de melancolía», relataba, con su impenitente sentido del humor, el conocido escritor británico P. G. Wodehouse, tras afincarse en Estados Unidos. De manera ciertamente sorprendente, el tipo máximo del IRPF en este país estuvo por encima del 90% a mediados del siglo veinte. Sin llegar a tal extremo, tipos del IRPF superiores al 60% o al 70%, como de hecho ocurrió en España (68,5% en 1982), eran habituales en los países desarrollados en el último cuarto de la centuria precedente.

En la recta final de ésta, sin embargo, soplaron vientos de reforma generalizados que aplanaron las tarifas, al tiempo que suprimieron gran parte de las numerosas ventajas fiscales que permitían a los más adinerados atenuar su factura tributaria, llegando incluso a implantarse en diversos países el modelo de IRPF lineal, basado en un único tipo de gravamen. Aún así, es posible preservar la progresividad efectiva a través de la aplicación de un mínimo exento. En otros países tendía a calar la idea de que, del último euro percibido, incluso por las personas más ricas, el contribuyente debería quedarse, como mínimo, con lo mismo que recaudase la Hacienda Pública. Esta tesis, a la que se abonó España desde 1999, implica no utilizar tipos superiores al 50%.

La gravedad y la persistencia de la crisis económica en la que estamos inmersos desde hace ya cuatro años, con sus conocidas consecuencias de desplome de la recaudación tributaria y de agravamiento de las desigualdades sociales, ha actuado como acicate para reabrir el debate acerca de la magnitud y la graduación de la carga del IRPF en el plano teórico, así como para la revisión de los esquemas fiscales que se venían aplicando. A este respecto, en nuestro entorno más cercano, la tesis de respetar el referido techo del 50%, defendida y aplicada sucesivamente por los cuatro últimos gobiernos, ha quedado superada por la vía de los hechos, aunque, en principio, de manera transitoria durante los ejercicios 2012 y 2013. En Andalucía, por la acción conjunta de la tarifa estatal y la autonómica, el tipo general máximo se sitúa en el 55%.

En la vertiente teórica, una reciente investigación del Premio Nobel de Economía Peter Diamond, en colaboración con Emmanuel Saez, trata de encontrar cuál debería ser el valor del tipo de gravamen máximo del IRPF en Estados Unidos, utilizando para ello un sofisticado modelo analítico. El tipo máximo óptimo será aquel que permita maximizar la recaudación tributaria obtenida de los contribuyentes con mayores ingresos. Sin embargo, no es posible llegar a una cifra única, ya que su valor depende de la distribución concreta de los ingresos de tales contribuyentes y, especialmente, de cómo respondan las rentas declaradas ante aumentos del tipo impositivo.

Para cualquier contribuyente, el tipo de gravamen marginal desempeña un papel crucial. Para su toma de decisiones económicas partiendo de su situación actual (trabajar más o invertir más), es poco relevante la cuantía total del impuesto pagado: lo importante es cuánto obtiene en términos netos si decide, por ejemplo, trabajar o invertir más para obtener unos ingresos brutos de 1.000 euros. Es el tipo marginal, el aplicable a esos ingresos adicionales, el que aporta la información. Si dicho tipo es del 40%, significa que Hacienda obtendría 400 euros y al contribuyente le quedaría un importe neto de 600 euros (60%). Pues bien, de cuál sea la reacción de los individuos (percibir o no más ingresos), a medida que aumentan los tipos marginales, depende en esencia el tipo óptimo recomendable. A tenor del recorrido que puede presentar en la práctica esa respuesta, Diamond y Saez encuentran justificación para que el tipo máximo del IRPF oscile entre el 42% y el 76%, aunque se decantan más bien hacia este último porcentaje.

Está por ver si el camino desbrozado por tan eminentes economistas logra perfilar una senda a la que atenerse con arreglo a algunas bases más o menos objetivas. Hace años, tras un repaso de las teorías justificativas de la progresividad impositiva, Elmer Fagan sostenía que el problema de la imposición progresiva debía ser decidido por juicios éticos más que por medidas psicológicas. Teniendo en cuenta las amplias divergencias que existen en las estimaciones del comportamiento de los contribuyentes, no parece tarea fácil que pueda encontrarse una solución puramente técnica.

Otros destacados economistas, como J. Bradford DeLong, se han apresurado a manifestar que «creemos que es incorrecto gravar a nuestros superricos, exprimiéndolos como a fruta madura hasta el punto en que más impuestos solo nos dejarían con menos semillas». Por su parte, Paul Kraugman ha proclamado que el 99,9% de la población no debería odiar al 0,1% integrado por los más ricos, pero sí «exigir que la superélite pague muchos más impuestos». La clave estaría, pues, en ser capaces de encontrar «el tipo justo».