a clase política va repitiendo, como una cantinela, que los actuales recortes no afectan al estado del bienestar. Por una vez, quizás tengan razón. A pesar del tijeretazo de diez mil millones previsto en sanidad y educación, el gasto social en España sigue siendo considerable. Se mantienen los subsidios a los desempleados y las jubilaciones son generosas en proporción a lo que se ha contribuido. Los medicamentos son relativamente económicos y la cartera de servicios de los hospitales amplia. La partida destinada a becas permanece por ahora intacta, al igual que la generosa oferta universitaria en buena parte de las CCAA. Por supuesto, a nadie le gusta tener que pagar más por sus medicinas y además me parece injusto introducir una nueva discriminación por renta en el copago sanitario, como si las clases medias no hubieran sido ya suficientemente castigadas. Pero aún así, se trata de un mal menor si permite preservar el acceso universal y gratuito a la sanidad española.

Más peligrosa resulta la privatización encubierta de los centros públicos, ya que, en contra de lo que asegura el dogma neoliberal, la sanidad privada no es más eficiente que la pública, ni tampoco necesariamente más barata o de mayor calidad. Algo parecido ocurre con la educación, aunque los problemas sean muy distintos en un caso y otro. Si el punto débil de la sanidad española es su coste, el de la enseñanza es su nivel. Las anteojeras ideológicas nos invitan a creer que lo privado – o lo concertado – funciona mejor que lo público pero, una vez más, carecemos de cualquier tipo de evidencia en este sentido. Lo único que podemos afirmar con seguridad es que el factor clave en el resultado académico de los alumnos tiene que ver con su contexto socioeconómico y cultural. La particular condición de la clase media –con su catálogo de valores– constituye el antídoto fundamental contra la desconexión educativa y el fracaso escolar. Por eso mismo, la cohesión social debe considerarse como un valor a preservar y un garante de nuestro futuro, mientras que todo lo demás es relativo: el peso de los sindicatos, el número de alumnos por clase, la gestión –pública o privada– de los colegios, la libre elección del idioma.

Los recortes propuestos por Wert son, en gran medida, irrelevantes. No ayudan, aunque tampoco empeoran notablemente lo que tenemos. En cambio, habría que establecer con precisión la efectividad de los distintos programas. Con una fractura social creciente, y un Estado débil, la pregunta por la pertinencia del gasto público resulta esencial. Se nos asegura que el régimen impuesto no reducirá el estado del bienestar. De acuerdo, pero no hablamos de eso. Lo crucial es el modelo de futuro del que lo ignoramos todo. Situados en el furgón de cola de PISA, ¿qué papel podemos representar en la economía global? Me temo que ninguno, más allá del rápido exilio de los happy few.

Wert no tenido un aterrizaje fácil en el mundo real del poder político. Representa el sesgo ilustrado del Gobierno. Se enfrenta a una difícil coyuntura que sobrepasa lo económico y de la que depende buena parte de nuestra prosperidad futura. Ha empezado con una táctica de juego defensiva, sin que aún conozcamos ninguna propuesta en positivo que ilumine el camino que va a seguir. Pero lo cierto es que, si queremos luchar contra el descastamiento de la sociedad, no quedará más remedio que centrar los esfuerzos en aquellas políticas cuya efectividad ha sido demostrada por la experiencia internacional: la etapa de 0 a 5 años, el fomento enérgico de la lectura, la formación de los padres, los mínimos de cohesión social… Esto –no otras cosas– es lo que tendrían que estar defendiendo.