Hace mucho tiempo que la conozco. Crecí bajo las sombras de su pasado lleno de cicatrices, de cuentas pendientes, de callejones oscuros y de unos cuántos cadáveres bocabajo. Lo hice en un barrio que tenía el presente magro, esquivo, con un cigarrillo en los labios donde también se esquinaba el humo rubio de la esperanza. En aquellos años pensé que a su lado podría ganarle al futuro una oportunidad de salir adelante. Poco después descubrí que tenía una doble cara. Lo mismo era un hombre que miraba de frente y trabajaba a destajo por un sueño en libertad, que un tipo con música en el ala izquierda de su chaqueta. Incluso, una amenaza púgil con guantes de seda sucia. También podía ser una mujer de amor y batalla, capaz de zurcirle a las ideas y al hambre las traiciones y los desgarros o una dama que sabe cruzar las rodillas de fuera hacia adelante, al mismo tiempo que posa suave y distraídamente el dedo por el borde de una copa. Hasta hace pocos años daba igual su sexo o su nombre. Muchos se sentían atraídos y querían forman parte de su mundo, de su perfume, aprender esa manera de permanecer firme frente a la amenaza de cualquier golpe que sigue esquivando con un gesto introspectivo, antes de negar la evidencia con un silencio que sabe a dry martini. La conozco bien. A la política, claro.

Esta semana no voy a dedicarle un segundo a sus buenas ofertas de club gourmet, a sus promesas de carmín blanco, a sus consignas maquilladas de sangre y betún, a su abuso del caviar, a su costumbre de afirmar que todo es mentira, ni a cómo sigue manejando las cartas marcadas para hacer negocios grandes y pequeños. El último, en mi costa mediterránea, ha sido convertir los chiringuitos de caña y playa en restaurantes de ladrillo y cristal que impactan en el paisaje azul. Feísmo en construcción que finiquita la arraigada estampa emocional que también atrae al turismo. Ahora, subirán los precios de los espetos, cobrarán más impuestos a los dueños, exigirán pajarita a los camareros y unos cuantos se llevarán miles de barcenitos en el reparto de las concesiones. Estoy harto de leyes con trampa, de cinismo, de una política incapaz de declararse culpable, de vaciarse los bolsillos y el forro descosido del alma. Su canción ya no me convence.

Hoy es domingo. El día del papel impreso que, según las estadísticas, la mayoría va dejando de leer al sol, en la cama después de levantar las tostadas y el amor, doblando las páginas cuidadosamente o abriéndolas en acordeón. Hoy es domingo y al caer ese sol las calles se llenarán de periódicos a los que nadie les ha leído una despedida. Quedan pocos que conozcan bien la historia que palma detrás del papel arrugado, cada vez más fino, más manchado por la tinta de saldo. Y muchos de los que la saben no se atreven a entonar unas líneas de honor y laudo porque también ellos pueden acabar igual, convertidos en una sombra impar, tiroteados por el viento nocturno, bocabajo, con el tiempo de ayer desangrado en una reseca costra roja. En estos tiempos, donde el jazz no es la melodía clandestina contra la abstinencia económica, uno no sabe si lo que desparece son las profesiones de siempre, las personas que les otorgaban sabiduría y dignidad o la manera de desempeñarlas con oficio y pasión. Hoy parece que todo tiene que ser realidad 2.0. La vida es una nueva tecnología o la red convertida en mercado. Fuera, sólo existe un cementerio de viejos elefantes, la experiencia desencorbatada frente a un pelotón de ejecución que ni siquiera la mira a los ojos.

Cuando se habla de la defunción del periodismo, la mayoría culpa a la crisis de la publicidad, al ruido informativo producido por el exceso de medios, a la falta de empresas comprometidas con la viabilidad a largo plazo de un producto, a la competencia y gratuidad de internet, a que las nuevas tecnologías convierten en periodista a cualquier ciudadano. En este país somos así y así nos va. Basta que unos cuantos tipos con bigote serio afirmen una cosa para que todos asintamos y pocos se atrevan a decir que un móvil, una cámara o una grabadora no convierte en periodista al vecino de enfrente; que el verdadero problema de este sector es que hace tiempo que se empobreció el contenido; que la prensa se amancebó al poder; que la mayoría de la prensa impresa, al igual que la radiofónica y la televisiva, comenzó a parecerse demasiado sin personalizar la información. Precisamente lo que me pidió mi primer jefe, hace unos cuántos lustros y muchos zapatos. «Pregunta tú y trae una buena respuesta que nos permita ser los únicos en llevarla en portada». Aquel mismo tipo, me enseñó que para ser buen periodista había que tener olfato de sabueso, nadie que te esperase temprano, capacidad para comprender la realidad y saber comunicarla con un lenguaje que atrapase al lector, igual que si estuvieses contándole una historia. Fue el tiempo del nuevo periodismo americano con el que creció y militó mi generación. Hasta que los periódicos, las radios, las televisiones, sustituyeron los reportajes, las entrevistas, los análisis, la cultura, realizadas con rigor, sentido crítico y credibilidad por notas de prensa, informaciones telefónicas, columnas ideológicas, programas del corazón y morbo dramático, opinión de tuit a cien y mano de obra becaria a la que nadie se molestaba en formar o especializar. En las ruedas de prensa dejaron de verse periodistas veteranos con incómoda memoria y la buena escritura se pasó a la literatura.

Ahora, ante la crisis, no hay nada que inventar. Sólo hace falta recuperar el viejo nuevo periodismo. Volver a ofrecerle a los ciudadanos buenas historias, buenas entrevistas, buenos artículos. A la gente le gusta leer, que le cuenten, saber, aprender a mirar, enriquecer su opinión. Y las calles, la vida, ahora mismo, están llena de personajes, de historias que contar con rigor, con la excelencia del lenguaje, desde el conocimiento solvente, desde el punto de vista de la experiencia y desde la frescura de una mirada joven y preparada. Estas herramientas favorecen informaciones objetivas, críticas, independientes, que se complementen entre los diferentes soportes. La red da inmediatez y facilita una intercomunicación, siempre que sea seria, con el lector tecnológico y al día siguiente el papel ofrece profundidad, un relato más analítico e incluso más creativo.

En este tiempo de confusión, de miedos, de pobreza moral, el buen periodismo es un faro. Pero para que la información sea veraz y libre, para que nos eduque y nos oriente, es necesario invertir en talento, en la creación de equipos. No es tan difícil saber qué se quiere ofrecer en un soporte y en otro. Pero sobre todo, es importante tener claro que el buen periodismo es siempre un buen negocio.

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