Las primeras horas desbordaron entusiasmo. «Hemos ganado los débiles», proclamaba exultante el marroquí Mohamed Aziz que llevó el caso de su desahucio en Martorell (Barcelona) ante el Tribunal de la UE y provocó un soberano varapalo judicial del alto tribunal europeo al Gobierno español por desproteger a los consumidores y tolerar los abusos. Pero, analizada la sentencia y traspuesta a la crítica realidad económica española, los expertos los tienen claro: sólo demorará unos meses los desalojos y, a lo sumo, acotará cláusulas desorbitadas de las hipotecas. Las cláusulas tienen una incidencia relativa en el monto total de las deudas. «El que no devuelve 250.000 euros tampoco puede hacer frente a 200.000 porque le hayan descontado una exagerada mora», resume un abogado.

El problema social de la gente que pierde su vivienda va a persistir. Las deudas hay que saldarlas. Cosa distinta en una crisis tan excepcional como la que atravesamos, son los plazos para liquidarlas y la flexibilidad en las exigencias. Eso depende de otras sensibilidades y no del fallo europeo. Cada caso es un mundo. Estamos ante el meollo de un complejo asunto: quién determina, y cuándo, lo que es abuso y lo que no. Hasta los jueces mantienen ahora mismo posturas divergentes en sus foros a la hora de interpretar lo que han querido decir los magistrados de la corte de Luxemburgo.

Lo que sí pone de manifiesto el proceso es que el sistema está basado en una abundante y costosa legión de burócratas que sirve de poco. Dirigentes españoles de todo carisma y doctrina ignoraron durante veinte años unas normas que ellos mismos habían aprobado en Bruselas. ¿Para qué sirve la UE si es incapaz de imponer a sus miembros las reglas de juego? ¿Dónde está la credibilidad de un estado de derecho en el que las leyes pueden saltarse o esconderse en el cajón sin que ocurra nada?

Las hipotecas gozan de un instante de euforia, el de la constitución, y de un final de tragedia, el del día en que llega la ejecución por impago. Rodean al notario, el constructor, feliz de vender un inmueble; el bancario, cuyo negocio engorda cuanto más dinero presta; el agente inmobiliario, deseoso de cobrar la comisión cuando la operación culmine, y los felices compradores, que ya tiene encargados los muebles y sólo piensa en lo confortable que quedará la casa nueva.

La protección absoluta para evitar imposiciones leoninas es no firmarlas. Pero en ese momento idílico, a punto de tocar el cielo, ¿quién asume el papel de aguafiestas y se planta por una cláusula suelo o un interés del 20% para las cuotas insatisfechas? «A nosotros nunca nos va a ocurrir, siempre cumpliremos», piensa la pareja. «Por si fuera poco, contamos con el aval de nuestros padres». Y además, ¿alguien lee la letra pequeña de esos farragosos textos redactados a propósito con un lenguaje oscuro e ininteligible? Hasta que el ciudadano confiado cae del guindo cuando truena.

Por el espíritu de optimismo efervescente que nubla las inconveniencias, el acto de comprar un piso guarda paralelismo con el matrimonio. Nadie quiere ser la voz discordante de un casamiento. No hay quien en plena boda intente disuadir a los contrayentes conminándoles a que lo piensen detenidamente, amenazándoles con la posibilidad, cierta, de que en el futuro acaben por tirarse los trastos a la cabeza. Así dice sentirse el fedatario que tiene que echar abajo una hipoteca por un requisito que desequilibra la posición entre las partes. «No podemos decidir en diez minutos lo que a instancias judiciales, a veces con razonamientos contradictorios, les lleva diez años», argumenta para justificar su neutralidad el principio de no intervención hipotecaria.

Notarios y registradores son los garantes, en el ordenamiento jurídico español, de vigilar la legalidad de los contratos. Pero no pueden declarar «motu proprio» una cláusula como abusiva. Para impedirla debe estar dictaminada como tal por un juez e inscrita en un libro de Condiciones Generales de la Contratación. Primera dificultad: la lista no funciona, no puede consultarse y apenas tiene causas descritas. Segunda dificultad: los notarios son de libre elección, resulta fácil buscar al más afín, al menos escrupuloso. El que pone trabas deja de ingresar. Y el Registro, aunque ineludible, está atado de pies y manos desde 2007. Cuando los registradores empezaron a frenar préstamos por sus dislates, el entonces presidente socialista Rodríguez Zapatero les conminó a dejar de calificar los contratos y a copiar lo que traían las escrituras.

Lo que los banqueros no pudieron obtener con sus medios lo lograron a través de los políticos. La legislación es imperfecta y compleja, y las medidas de protección, extremadamente débiles frente al gran poder de los grupos de interés, en este caso el sector financiero. El de las indemnizaciones multimillonarias, los desastrosos préstamos urbanísticos, la financiación a los amigos, los sofisticados productos-trampa, los agujeros negros, las preferentes, los cocos, los rescates públicos, los 60.000 millones de euros comunitarios en auxilios€

Los españoles protestan pero no reclaman. La sensación de impunidad, de pelea desigual e inútil, que generan situaciones como ésta causa desánimo. Las reclamaciones dan a veces fruto, pero si son los jueces los que tienen que decidirlo todo a posteriori, ¿para qué valen tantos funcionarios, notarios y registradores, tantos controles, tanto organismo baldío? ¿Qué sentido tienen las tasas que cobran por ello?

Gary Lineker, exdelantero del Barça y filósofo del área, dijo una vez que «el fútbol es un deporte para 22 personas que corren, luchan por el balón, y al final siempre gana Alemania». Eran imperiales tiempos teutónicos en los que todavía no había entrado en escena la Roja con su preciosista tiqui-taca. A raíz de la sentencia de la UE y remedando al inglés, bien podría decirse que el capitalismo es el juego de la oferta y la demanda en el que siempre gana la banca. Y aquí sí que no ha nacido todavía el presidente español que sea capaz de plantarle cara ni con «tiquis» ni con «tacas».