Una película española reciente («El cuerpo», del director Oriol Paulo y con unas extraordinarias interpretaciones de José Coronado y Belén Rueda) me ha hecho recordar, por expresarlo de algún modo, la venganza. La venganza personal está mal considerada, al menos en unas sociedades, como la nuestra, en la que hemos delegado, cuando somos afrentados de manera grave, la necesidad y el deseo de venganza en instituciones como la policía o la judicatura o el jefe de la empresa o los padres o el ministro. Siempre hay alguien, en el organigrama jerárquico que lo rige todo, cuya obligación es velar porque el fiel de la balanza no pierda la horizontalidad. Así, castigará a los malos y evitará que los buenos se conviertan en malos si se toman la justicia (y la verdad) por su mano.

Atracar a lo que te atracan, matar a los que te han matado a un ser querido, estafar a los que te han estafado o provocarles un accidente de tráfico a los responsables del accidente de tráfico que te ha dejado paralítico no parece la solución. Mejor que sean otros los que, más con la ley que con las vísceras, pongan a cada cual donde le corresponda. Eso no siempre consuela (en ocasiones incluso desconsuela porque nos arrebata el gozo irracional, aunque entendible, de destrozar en persona al que te ha destrozado también en persona), pero al menos tampoco le da la razón a la inhumanidad de los inhumanos y, de paso, justifica inventos milenarios como la ética, el derecho o la filosofía.

En «El cuerpo» (aviso: si alguien no ha visto todavía la película que no lea este párrafo porque le estropearía el placer de asistir a un desenlace final realmente ingenioso y bien medido) un policía y su hija se confabulan para vengarse de los culpables de un accidente de tráfico que se dieron a la fuga después de segar la vida de la mujer del primero y madre de la segunda. De un policía, y más si es de película, uno espera una venganza cruel, inmediata, sin matices. Sin embargo el que protagoniza José Coronado es capaz de urdir una venganza tan fina, tan meditada hasta el último detalle y tan perfecta a efectos legales (él y su hija quedarán impunes porque su doble crimen quedará impune porque el de la mujer se le atribuirá al marido y el del marido parecerá un ataque cardíaco fruto de la tensión) que el espectador suspira, con los últimos planos, de agradecimiento pasivo e indirecto porque, de alguna manera, se sentirá también vengado al menos en su fantasía.

Porque todos necesitamos ser vengados y porque casi nunca esas instituciones de las que hablaba antes consiguen hacerlo de manera satisfactoria. La ley es tardía, injusta en demasiadas ocasiones y contradictoria. La policía no siempre hace bien su trabajo. Y cuando eso ocurre el dolor de que el malo (sigamos siendo maniqueos para que se entienda mejor el argumento) se salga con la suya es tanto que es perfectamente explicable y comprensible que uno sienta deseos de vengarse como sea. La mayoría, sin embargo, no sabríamos cómo hacerlo: los malos no son malos porque sí sino porque se han cualificado para ello, y nosotros, que no nos hemos cualificado, corremos el riesgo de que se diviertan todavía más viendo nuestros torpes intentos de emularles.

Está bien que la venganza sea sujetada por los otros poderes de la sociedad y del alma. Pero qué alivio cuando, si eso no sucede (y no sucede muchas veces), que alguien lo remedie como sea.