A principios de la próxima semana desembarcarán en el edificio de los juzgados de Instrucción de Palma los responsables de seguridad de la Casa del Rey. La inspección excede los límites de la rutina policial, para adquirir un valor simbólico enfatizado por sus ejecutores. La Infanta toma posesión de la sede judicial, los funcionarios a su servicio han de cerciorarse de que jugará en campo propio, aunque sea en circunstancias inesperadas por el atrevimiento de un juez.

La Zarzuela adoptará por tanto las precauciones que obvió a la hora de impedir que Cristina de Borbón se viera activamente envuelta en una trama que hace peligrar la supervivencia de la Corona. Una vez aclarado en los propios juzgados que la monarquía cuenta con medios sobrados para neutralizar cualquier altercado, también se evidencia que el palacio debió emplearse con idéntica aplicación para evitar los excesos económicos que le han costado una imputación a Su Alteza Real, pues hasta el fiscal protector le asigna un déficit ético. Por tanto, la expedición policial del lunes contra la libertad de expresión descarta en paralelo la imprudencia protectora de los protagonistas del caso Infanta, para adentrarse en los pecados mortales.

Más allá del morbo, los periodistas que se amontonarán a las puertas del juzgado el 8 de febrero cumplen la labor de vigilancia de los intereses públicos, desatendidos clamorosamente por La Zarzuela en beneficio económico de la Infanta. Entretanto, el país desgrana los ecos del tercer exabrupto del fiscal en tres meses consecutivos. Jamás un acusador escribió tanto en defensa de una princesa, Horrach habla para la audiencia en lugar de hacerlo para la Audiencia.

En una división del trabajo a rajatabla, la defensa digamos que oficial de la Infanta se centra en los lacrimógenos aspectos sentimentales, en tanto que el fiscal la blinda con argumentos de una contundencia casi física, o solo física. Tras la irrupción de la sublimación amorosa en la esfera penal, falta dilucidar si Cristina de Borbón participó en los manejos de Urdangarin porque le amaba, o si le amaba porque le dejaba participar en sus rentables empresas.

De no mediar la prosa tan vandálica como huera de los defensores públicos y privados de la Infanta, se hubiera impuesto la elemental conclusión de que Castro tenía razón, pues ninguna de las partes ha cuestionado su imputación. A falta de que el Supremo distinga doctrinalmente entre imputados forzosos e imputadas voluntarias, la citación de funcionarios policiales y tributarios ha causado un malestar agudo entre los convocados por el juez a instancias del fiscal. Consideran que estas declaraciones exceden su cometido, y que son más propias de un juicio oral que de una fase de indagación previa.

Según se aprecia, todo el mundo se cree con derecho a una opinión, aunque la decisión última quede en manos de los policías de La Zarzuela. La algarabía se impone desde que el fiscal se opone a la declaración de la Infanta porque «no fuera a ser que no lo hubiera hecho», una salvedad que liquida el Derecho Penal. Al igual que Sansón, a Horrach no le importa derribar el templo entero de la instrucción, si acaba a cambio con sus filisteos.