Recientemente participé en un curso sobre comunicación interpersonal y en una de las actividades que realizamos nos pidieron que nos pusiéramos frente a un compañero y avanzáramos hacia él hasta que esa persona nos indicara con su mano en alto que era suficiente, pues a partir de ese punto, invadiría su «zona de seguridad». Me presté gustosamente a hacer el ejercicio con la convicción de no tener ningún problema, ni para acercarme ni a la inversa, al sentir que esa persona se aproximaba hacia mí.

Mi compañera comenzó en primer lugar. Avanzó lentamente, mirándome fijamente a los ojos, pero con dulzura, sin transmitir otras emociones, ni buenas ni malas. La dejé acercarse y cuando estaba a escasos centímetros de mi rostro, hice con mi mano el gesto acordado y le pedí que parara. Quiso darme un abrazo pero no se lo permití.

Seguidamente era yo la que debía aproximarme a mi compañera. Fui acercándome hacia ella mirándole a los ojos, hasta que realmente estaba muy cerca de su cara, tan cerca que fui yo la que casi le imploraba que levantara la mano y me parara, pues me sentía incómoda. Así lo hizo, pero terminó dándome un abrazo cálido y sincero.

Yo me considero una persona afectiva, cariñosa, a la que le gusta el contacto con la gente. Pero me di cuenta de la existencia e importancia de esa «zona de seguridad» que yo creía no tener. Gran error por mi parte.

De esta experiencia obtuve dos conclusiones que comparto contigo.

La primera: creía ser menos vulnerable. Pensé que no me intimidaría esa cercanía física, esa invasión a mi espacio íntimo. Sentí esa sensación de ir en un ascensor en el que, habiendo poca gente, alguien se sitúa a escasos centímetros de ti e invade ese espacio que es tuyo, que no debe traspasar, pues no le has dado permiso para ello.

Indudablemente no nos acercamos igual a una persona conocida que a otra a la que acabamos de conocer; a una persona de nuestro mismo sexo no le dejamos que se acerque de la misma manera que a una persona de otro. No reaccionamos igual con alguien con quien tenemos cierto feeling que por quien no sentimos química alguna.

Está claro que esa zona de seguridad, intimidad, privacidad existe y se dispone a nuestro alrededor, como una cápsula que nos aísla del resto de la humanidad. No es algo de lo que podamos desvincularnos o evitar, consciente o inconscientemente.

La segunda conclusión, y la que más me llamó la atención es que me sentí aún peor cuando era yo la que me aproximaba e invadía su espacio. Sentí que le faltaba al respeto, que ella se sentiría incomodada. Deseaba que me pidiera que no siguiera aproximándome y sin embargo no fue así, esa persona pedía un abrazo y yo se lo estaba negando€¿por incomodidad? ¿por ser una situación embarazosa? ¿por respeto?, ¿a qué?, ¿a quién?

Siempre he considerado que el respeto es uno de mis principales valores; esos que han de regir las decisiones importantes, lo realmente valioso para una persona. Pero pretendiendo respetar el espacio del otro, estaba impidiendo que ella actuara como realmente quería. Estaba coartando su libertad para expresarse con espontaneidad. No le dejé que hiciera lo que de verdad sentía o lo que con naturalidad quería mostrarme. No estaba respetándola, cuando yo creía que lo que me impedía acercarme era exactamente eso, el respeto.

Había dejado de escucharla para centrarme en mí misma, en mi vulnerabilidad, en mi pudor ante la invasión de mi espacio por un extraño. Sentí miedo. Miedo a ser juzgada; miedo a lo que pudiera pensar de mí; miedo a no ser aceptada por el otro. Esa fue la razón de mi comportamiento.

Pero al terminar, esa sensación no cesó. Todo lo contrario. Me sentí mal, pues no le había podido ofrecer lo que ella pedía, algo tan simple como un abrazo. Frente al suyo, el mío fue un abrazo frío, de compromiso, de esos de «querer terminar pronto». Tuve el deseo de justificarme, de explicarle que no lo había hecho por un respeto mal entendido hacia ella, pero tampoco lo hice.

A menudo, nos ponemos una máscara detrás de la cual nos escondemos de la realidad, del qué dirán, de los juicios emitidos por otras personas, incluso nos ocultamos de nosotros mismos. En mi caso, a eso le llamaba respeto.

Descubrí que ésa es mi máscara. Y tú, querido compañero de viaje, ¿qué máscara llevas puesta?

*Pilar Malpartida es directora de Picuality Recursos Humanos

@Picuality

www.picuality.com