El papa Francisco acaba de denunciar, indignado, el que en la entrada de muchas iglesias haya una lista de precios de bautismos, bodas o comuniones, como en cualquier negocio. La verdad es que el pobre Nazareno no podría hoy entrar en algunos templos suyos para echar a los mercaderes, tan cara cobran a veces la entrada en el edificio.

En expresiones como «necesito misas» de algunos sacerdotes, el Santo Sacrificio se convierte en sinónimo de dinero, con el que se puede incluso sacar almas del Purgatorio€ o tapar escándalos sexuales. ¡Para no pocos mercaderes de lo sagrado, «su Dios es el dinero». Anticipando la protesta del Papa, una irónica pintada junto a la entrada de una iglesia mexicana decía: «Dios bendiga este negocio». Anécdotas aparte, por reveladoras que sean, hay corrupciones que son masivas, oficiales, permanentes. Por ejemplo, en Alemania, donde los obispos obligan a adjurar del catolicismo a quien no les page un impuesto, que recoge -lo que nunca hubiera hecho Jesús- el Estado. En España, la corrupción es aún más odiosa: no obligan a poner la cruz en la declaración de la renta, pero en realidad, injusta y anticonstitucionalmente, les pagamos todos lo que han señalado lo que la ponen, pero cotizar por ello, como sí tienen que hacer, como es lógico, en Alemania. Y todo ello es una miseria comparado con lo que nos sacan -cuarenta veces más- con privilegios injustos, unos diez mil millones de euros al año.

A lo que hay que añadir lo que nos sustraen con trucos como las escandalosas inscripciones a su nombre de terrenos y edificios, incluso no religiosos. La corrupción, tan vergonzosamente popular hoy en España, se debe en gran parte al ejemplo dado por esa profesional «sal de la tierra», tan desvirtuada, que para nada bueno sirve, como denunciara Jesús. Esperemos que el papa Francisco emprenda pronto esa gran limpieza a fondo, tan urgente como imprescindible, echando a quienes han hecho de la religión un infame negocio.