Tengo un amigo que se dedica a escribir en serio, cosa heroica en estos tiempos sin tinteros. El hombre anda triste, deprimido y fuera de sí. Las palabras se le han sublevado y se niegan a obedecerle. Sé perfectamente cómo se siente... Él, maestro artesano del arte del ganchillo con la palabra y orfebre de los sintagmas y filigranista del verso y mago de las cesuras..., y sin palabras que le respondan. Qué trance, tú...

Entre sorbos me contaba ayer que la entrada en vigor de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana le ha envenenado a las musas, que deben yacer sin vida en algún balate de las labrantías de su alma. Y me contó que se levanta mudo. Y que intenta articular ideas. Y que a lo más que llega es a juntar sílabas que no significan nada, porque las palabras que viajan por sus adentros van desconcentradas, temblorosas y despavoridas, como evitando que el fogonazo de un encuentro fortuito las lleve a conformar una idea o un pensamiento mal visto orgánicamente u orgánicamente ilegal. Y, claro, así la cosa, ¿quién piensa y quién escribe, verdad...? Pobre amigo mío.

-Mis palabras están aterradas Juan Antonio; tanto que se me están muriendo en vida- me contaba entre contenidos pucheros que desaguaron en llanto-.

Cuando se hubo calmado, me contó que hasta el título de la ley a la que se refería es un eufemismo, porque dice proteger a la ciudadanía, cuando en realidad lo que hace en algunos casos es proteger a los poderes del Estado, de la ciudadanía esa a la que el Estado se debe (?). En circunstancias normales una cosa incluiría a la otra, pero parece ser que este no es el caso. Según mi amigo la ley de marras además de orgánica por formulación es paradójica por definición.

En fin, abreviando, que además de que Montesquieu tenía razón con lo de «les lois inutiles affaiblissent les lois nécessaires» (las leyes inútiles debilitan las necesarias), mi amigo anda depre y cabizbundo y meditabajo con lo de la protección ciudadana. Y a mí me afecta tanto que no le prestemos atención a don Charles de Secondat, como el estado anímico de mi amigo. Que conste.

Uno ya tiene edad para saber que hay leyes que demuestran el sentido común de la humanidad; otras que demuestran los discursos más parciales y partidistas y estólidos y fementidos de los hombres, y otras que, para salpimentar el potaje, demuestran que los tendidos de sol y sombra de los legisladores parecen estar pensados para que las tribus que los conforman tengan suficiente cancha para declararse incapaces de ponerse de acuerdo entre ellas, por nuestro bien, siempre por nuestro bien, claro... Por haber, hasta alguna vez, en otros tiempos, hubo ejemplos que dieron fe de personajes que, en nombre de sus dioses, promulgaron leyes orgánicas con las que demostraron que determinadas leyes son orgánicas solo porque dimanan de sabe Dios cuál de los órganos que el promulgador aloja en su bisectriz inguinal. ¿O no fue así...?

El turismo, cuando de legislarlo/ordenarlo se trata, también tiene controversias. Valga como ejemplo el proceder de la señora Colau, la alcaldesa de Barcelona. Con ella llegó el escándalo, también el turístico, dicen. La alcaldesa ha puesto en pie de guerra a la tribu de los ciegos turísticos, que se muestran invidentes a pesar de su perfecta visión general; y a la tribu de los mudos turísticos, que anestesian con su verborrea interesada y vacía de veracidad turística; y a la tribu de los sordos turísticos, que, da igual lo que les cuentes, solo escuchan el entrechocado del dinero rápido y fácil, que nunca construye turismo. Ni la sostenibilidad turística tiene color político, ni yo tengo el placer de conocer a doña Ada, cuyo nombre es un sufijo amable que invita al verso, por cierto. Desconozco si tras el enunciado de su intención hay bondad, perversión o ingenuidad, pero que nadie la pare, rediez. Barcelona debe actuar sobre la perversamente frágil burbuja turística que la amenaza. Se imponía legislar/ordenar númerus clausus en la oferta turística barcelonesa y doña Ada se propone hacerlo. ¡Viva la madre que la parió, señora mía!

Nuestro alcalde, Paco de la Torre, quizá debiera tomar consciencia de que vuelve a ser el buen momento de seguir el modelo barcelonés. Después, otra vez, pudiera ser tarde.