A hora, justo ahora, cuando el calor nos está doliendo como parece que nunca antes nos había dolido, cuando nos gana la desgana y daría uno cualquier cosa por abandonarse al dolce far niente, viene el alcalde de Granada y le estropea a uno la siesta.

No hay nada más enojoso que un enojo en plena digestión, y sin embargo siempre hay un malafollá dispuesto a proporcionártelo. Siempre ha tenido mucho prestigio el don de la palabra, cuando el mayor don que nos es dado es el de la oportunidad en el silencio.

No sé qué me cansa más de la bobada esa de «las mujeres cuanto más desnudas, más elegantes», si la frasecita en sí o las explicaciones posteriores. Cuando un tipo se despacha diciendo, después de tal rebuznada, que «siento un respeto profundo por las mujeres», me suena igual a cuando alguien, queriendo demostrar su indiscutible tolerancia, suelta aquello de «yo tengo muchos amigos homosexuales», a lo que sus amigos homosexuales podrían responder, con toda lógica, «yo tengo un amigo idiota, pobrecito».

Bajo todo esto subyace un fondo profundo de machismo, un sutil modo de acoso que no solo consentimos, sino que nos parece de lo más natural. Tengo compañeras de trabajo a las que cada día alguien les hace el repaso de vestuario, y sin que nadie les haya pedido su muy discutible parecer, les sueltan observaciones sobre el largo de la falda o lo pronunciado del escote o lo vertiginoso del tacón. Tengo amigas a quienes les cambian el nombre de pila por apelativos como «preciosidad», y otras que, cuando se cruzan con un determinado conocido, ya saben que de inmediato van a escuchar el ingenioso e irresistible «cada día estás más guapa».

Y todo eso tienen que aguantarlo tengan o no ganas, o si se han levantado con dolor de cabeza, o con la tristeza que a veces da estar vivo, o simplemente si están en uno de esos días en que no se está para nada. Sea como sea, han de soportar la «obligación» de ser galante que parece pesar sobre muchos hombres, esa que les impele a no dejar la más mínima oportunidad de piropo, chicoleo y requiebro, a portarse, en todo momento y circunstancia, como un machote. Y si la mujer se revuelve y contesta y se defiende y manda al galante allí donde se merece, encima queda como una siesa, porque ellas en todo momento deben sentirse muy halagadas de que cualquier patán en cualquier momento les haga comentarios sobre su belleza o insinuaciones más o menos sutiles sobre tener relaciones sexuales, con ellos, por supuesto.

Propongo que nos relajemos todos un poquito, a ver si es posible. Las mujeres se merecen respeto de una puñetera vez y dejar de ser vistas como pornografía que camina, y los hombres nos merecemos liberarnos de la insufrible, anacrónica, vergonzosa carga de andar por la vida como animalillos en celo.