Pronunciamos demasiadas veces la palabra siempre. Una palabra muy pequeña, de apenas siete letras, donde queremos embutir cosas enormes, inabarcables, casi infinitas. Como el amor, que en tantas ocasiones pretende meter eternidades y promesas gigantescas dentro de este mínimo saco de la palabra siempre y que, por eso mismo, acaba rompiendo sus costuras y haciendo que se derrame todo, incluso lo más hermoso y necesario, incluso eso que, bien cuidado, debería haber durado contra los embates y las insidias del tiempo. Te querré para siempre, lo nuestro es para siempre, siempre juntos (o hasta que la muerte o la eternidad nos separe), un amor para siempre, siempre te estuve esperando, siempre te tendré en mi corazón. Siempre hasta la extenuación. Siempre hasta que la palabra siempre, cansada de nosotros, se marcha de nuestra vida (¿para siempre?) y nos deja a solas con el ahora o, como mucho, con el pasado mañana, con el mes próximo, con ese uno o esos dos años cuyo horizonte, más o menos, podemos atisbar si nos encaramamos en lo más alto del mástil del barco de nuestros días.

La palabra siempre se merece un descanso y un reconocimiento por sus servicios prestados (una especie de jubilación semántica y emocional anticipada). Se merece que la dejemos en paz y que renunciemos a usarla para engañarnos a nosotros mismos y para engañar a los demás. Que ese engaño sea de buena fe, es decir, que no sepamos que es un engaño porque nuestra confianza en la palabra siempre es genuina, no evita el dolor que provoca, las heridas de boca de pozo que abre, la infelicidad que va desparramando por todos los sitios en los que alguien, ilusionado pero ingenuamente, abre su espita. La palabra siempre debería tener los días contados en el diccionario del amor. Relegarla, si acaso, a un apéndice histórico como aviso para navegantes o a una nota a pie de página para promocionar su olvido. Porque si dejamos de usarla los unos contra los otros y cada cual contra sí mismo, tendremos alguna posibilidad de que el amor prospere, de que la felicidad se asiente, de que la vida tenga algo de sentido.

La palabra siempre: demasiado seria, demasiado mimada, demasiado importante, demasiado rígida. Y demasiado, ya se ha dicho, pequeña. En ella no cabe el mundo. En ella no cabe el torrente de otras palabras, abrazos, susurros, gemidos, planes, intendencia, deseos, derivas sentimentales o azares a los que los amantes se ven sometidos. En ella no caben la sorpresa, los sueños, la irrupción de otras personas y de los universos que portan consigo. En ella, que apenas puede contenerse a sí misma, sus siete letras astilladas, pretendemos meterlo todo. No es culpa de ella si se termina rompiendo en mil pedazos y nos deja a la intemperie, reos de los segundos, sino culpa nuestra, que la usamos para fines que no eran los suyos.

Descompongamos la palabra siempre para jugar un poco con ella, para desarmarla y, al hacerlo, liberarla de sus obligaciones contractuales con nuestras esperanzas: premies, sierpe, sí, mee, mies, ríe, reís, mire, pire, reme, rime, sé, seré, etc. Todo eso sí que está en la palabra siempre y, cuando nos damos cuenta, la hacemos más divertida y la entendemos mejor. La entendemos desde dentro: porque ya no es esa eternidad o ese infinito a los que nos referíamos al principio, la eternidad o el infinito de los amantes, sino asuntos más cotidianos (ese premio, esa serpiente, esa afirmación, ese poema que rima, esa risa, esa mirada...) que podemos abarcar y ser abarcados por ellos. Algo mucho más humano, posible y resistente.