Es la pregunta que parecen hacerse muchos después de que el primer ministro griego, Alexis Tsipras, tras llamar a la movilización de sus conciudadanos contra las exigencias de Berlín y Bruselas, terminara aceptando, a cambio de un crédito puente, un trágala europeo acaso más duro que el que había antes rechazado.

Sí, al final todo ha quedado reducido a un golpe de teatro en el país que inventó ese género. Sólo que esta vez la tragedia parece haber degenerado en farsa, o al menos así le ven ahora muchos de quienes hace sólo unas fechas salieron a la plaza de Syntagma en apoyo del líder de Syriza.

El pueblo griego se movilizó entonces en apoyo de su Gobierno y de la permanencia del país en el euro porque temían que la alternativa que se los ofrecía -salida desordenada de la moneda común- era aún peor. Pero sin que ello significara que estuvieran los ciudadanos dispuestos a aceptar más de lo mismo, como ahora parece haber ocurrido.

El Gobierno alemán y todos los sometidos a su diktat se han salido con la suya y han dado el merecido escarmiento a quien osó rebelarse contra las duras imposiciones de los acreedores.

Los griegos llaman hibris al excesivo orgullo, a una confianza desmesurada en las propias fuerzas, y Tsipras y Syriza debieron de creer por un momento que podrían solos hacer cambiar de rumbo a la Europa neoliberal que asfixia a los pueblos del Sur.

Pero, como escribió en su tiempo Heródoto, al que sin duda ha leído Tsipras: «Puedes observar cómo la divinidad -léase aquí Europa- fulmina con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado sin permitir que se jacten de su condición (€) pues la divinidad tiende a abatir todo lo que descuella en demasía».

Tsipras ha recibido pues al final su justo castigo. Y ¿ahora qué? Porque se impone otra pregunta y es ésta: ¿Se trataba de castigar a Tsipras o de ayudar a los griegos a salir del profundo pozo en el que lo han hundido cinco años de «reformas» mal concebidas y peor ejecutadas?

Uno tiende a pensar que se trataba más bien de lo primero, y teme que los griegos, o al menos el sector de la población más perjudicado por los recortes, seguirán haciendo sacrificios sin fin, pero no lograrán sacar finalmente la cabeza.

Porque no parece que el Gobierno de Berlín esté dispuesto a transigir demasiado con Grecia, sobre todo después de que, como sabemos, su inflexible ministro de Finanzas no haya ocultado su preferencia por dejar al pequeño país fuera del euro.

Lo que para Wolfgang Schäuble es la menos mala de las opciones es, sin embargo, algo que ha intentado evitar in extremis el presidente francés, François Hollande, en connivencia con Washington, para evitar entre otras cosas el acercamiento a Rusia de una Grecia despechada.

Cuesta en cualquier caso creer que ese país pueda acometer las «reformas» que le exigen sus acreedores mientras siga sometida a la misma medicina, que la asfixia económicamente. Grecia necesita entre otras cosas un alivio de su deuda, que le impide crecer, como ya reconoce incluso el Fondo Monetario Internacional.

Y si continúa esa asfixia, no sería de extrañar que en lugar de Syriza, en las próximas elecciones, que podrían no tardar en celebrarse, los más beneficiados sean la extrema derecha, es decir Amanecer Dorado, y los comunistas del KKE. Justo lo que supuestamente se trata de evitar.

Lo que de momento se ha conseguido es torcer la voluntad de un pueblo, romper el partido que ganó las elecciones, impulsar una alianza de circunstancias contra natura y poner en peligro la paz social.

¿Hasta cuándo tanta ceguera política por parte del Gobierno alemán y de los aprendices de brujo que le rodean?