Los que superamos los cuarenta con cierta holgura pertenecemos a una generación marcada. No lo reconoceremos ni bajo tortura, pero las desventuras del niño Marco han dejado huella en nuestro espíritu: ese desenlace feliz e inminente, casi al alcance de la mano, que es permanentemente postergado; el reencuentro con la figura materna que, después de un viaje azaroso desde los Apeninos a los Andes, resulta cada vez más improbable a pesar de los augurios favorables. El imberbe Marco, a miles de kilómetros de casa, con la única compañía de su mascota: el mono Amedio. Demasiado para el ánimo de unos televidentes bisoños de los años setenta. Así, desde entonces portamos pequeñas cicatrices mentales que permiten hacer una vida normal, pero que provocan punzadas intensas cuando se dan las circunstancias propicias.

El síndrome del mono Amedio, oculto en las anfractuosidades del alma, vuelve ahora a manifestarse con virulencia, desencadenado por los gestores culturales de ambos bandos. Se trata de una profunda melancolía que aflora al desvanecerse la expectativa de ver un rostro querido tras 18 años de ausencia: hablo de los paisajes de Muñoz Degrain y las marinas de Gartner, de la esclava de Jiménez Aranda y del forense de Simonet, del ratoncillo de Ferrándiz y del cervatillo de Marc, del ataifor de la nave y de los tesoros de Trayamar y Cerro del Villar. Hablo de los fondos del Museo de Málaga, arrumbados en un almacén durante dos décadas. Desde 2012 nos vienen anunciando inauguraciones de la flamante sede de la Aduana, nunca materializadas; recientemente se apuntaba otra más para este próximo diciembre, aunque los precedentes nos hacen sospechar que no se producirá. Los monos como Amedio no suelen vivir más de 15 años. Marco está solo.