Nunca creí en Oz. He conocido muchos espantapájaros y hombres de hojalata. Y también leones que siempre se acobardan cuando ruge la noche. El camino de los sueños es difícil. Exige mucho más que pájaros, remiendos, palabras de fulgor y zarpazos de reyerta. La política no puede continuar siendo una fábula de promesas al vuelo, de cifras beatíficas que son simulacros, de proclamas de integridad que enseguida se traicionan. Tampoco el juego de tronos donde el poder se considera por encima de la prensa, de sus adversarios, de la democracia y de los ciudadanos. Igual que hace Rajoy al despreciar su presencia en los debates. Lo mismo da que lo haga con el vacío azul en un atril que enviando un caballero con espada con valía para presidir el cambio de su partido. Estudiando a Soraya Sáez de Santamaría, a Inés Arrimadas, a Carolina Bescansa o a Susana Díaz es saludable pensar si no sería mejor y más inteligente que la primera plana de la política fuese mujer. En cualquier caso no es tiempo de egocentrismos, de abdicaciones ni de borrón y cuenta nueva. Nos esperan por delante cuatro años muy complicados. De nuevo para la anoréxica economía social del trabajo, de la sanidad, de la educación, de la igualdad y de la asistencia a los desfavorecidos. Sin olvidar la exigencia de una justicia ejemplar y el aristado problema en materia de seguridad. El tablero internacional es un ajedrez entre Ingmar Bergman y John Ford. Angustia, desencanto y lentitud frente a la épica del hombre en las transformaciones históricas y sociales. Nuestro futuro no es un thriller político ni una parábola sobre la Torre de Babel. Es una dura travesía del desierto que exige corazón, cerebro y valor.

Hace falta ser inocente para soñar que la política haga magia, sin aprovecharlo en beneficio propio o en favor de los lobbies que la mantienen. Son los más jóvenes quienes esgrimen la esperanza de encontrar unos zapatos rojos para un camino diferente. La conveniencia de incinerar los escombros de nuestros sueños y con las cenizas de nuestras palabras emprender un mundo que progrese con nuevos criterios, sin reumatismos ideológicos ni el viejo merchandising. No cuentan las paredes para que nos sonrían a color historias con eslóganes. Ni rostros de Dios en photoshop y primer plano americano con estribillo de fondo. El joven desafecto hacia lo caduco y hacia la trampa va a predominar en estas elecciones. La senda del futuro depende de sus reclamos. Mi hija mayor, una de las 50.844 personas que se marcharon del país en el último año, me ha pedido los programas electorales. Los ha estudiado y comparado con detenimiento, con interrogantes y con demandas. En inglés, francés y alemán ha leído, entre líneas de la prosa y de la pólvora, las conquistas que la ilusionan, las posibles servidumbres que rechaza, las utopías inalcanzables y las que se trabajan, la responsabilidad con la que identificarse. Su voto no dependerá de las encuestas ni de los medios de comunicación, ni del miedo a los dragones de los mercados. No es la única. Su generación y un par de otras, alrededor de la suya, también evalúan a fondo qué debería ser la política.

El binomio actual de derecha-izquierda no les sirve más allá del PP y del PSOE. Los dos partidos más cuestionados por su endogamia, su corrupción, su falta de autocrítica y de un relevo generacional con argumentos más solventes, no cuentan para una mayoría social. Se equivocan Ciudadanos y Podemos cuando responden a ese esquema disfrazado hacia el centro. Es necesario e importante distinguir entre izquierda y derecha. No es lo mismo una opción que otra. Pero hay que hacerlo desde una relectura de la filosofía ilustrada, del Humanismo, de la independencia crítica, de la comprensibilidad de la inevitable economía globalizada. Igualmente hay urgencia de modificar los mecanismos y el funcionamiento del sistema, y de llevar a cabo una renovación de la política por vía de una socialización de los beneficios que pueda reportar la salida de la crisis económica. Es el momento de romper con la nefasta tendencia a la endogamia que favorece la arrogancia, el abuso de poder, la corrupción y la opacidad. Los viejos y actuales males encarnados por los partidos, incapaces de regenerarse.

La otra gran mano que votará el 20D es la de los mayores de 50 y 60 años. Un alto porcentaje de víctimas de la crisis. Si los jóvenes se juegan el futuro de cada día, su regreso o su exilio permanente, la batalla de estos es prorrogar su vida laboral o conseguir la dignidad de sus jubilaciones. Entre ambos mundos se mantienen en la trinchera los que continúan integrados en los mecanismos laborales, sociales y culturales del sistema, aunque sus ingresos han disminuido considerablemente. Un segmento social que cuenta con hijos parados y frustrados después de un largo y costoso proceso de formación; y esposas que han tenido que regresar a la condición exclusiva de amas de casa. El resultado de este panorama lo han dibujado las últimas encuestas. PP y PSOE apenas conservarán el 50% de los votos, y Podemos y Ciudadanos obtendrán en torno al 34%. La gente quiere un Parlamento más diverso y con más partidos con capacidad de influencia. Esta conformación obliga sus representantes al diálogo y al pacto. Lo hemos visto en varias capitales. Alianzas a favor y a la contra. Una coartada para perpetuar lo de siempre: el poder y la exclusión del adversario. No es eso en lo que se piensa al exigir diálogo, pacto y una nueva construcción de lo político y su gestión.

Dudo que la regeneración y el salto cualitativo que se requieren se produzca en esta campaña y en estas elecciones. La batalla será entre una política franquicia de los mercados financieros y la reivindicación de una economía social de la que no seamos hijos expósitos. Es importante diferenciarlo. Pero aún nos queda mucho camino para dignificar la democracia ante el exigente futuro que se presiente duro. Confiemos en los primeros pasos de los zapatos rojos.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com