Acabo de perder a un viejo amigo con el que nunca hablé. Era como mi hermana, a la que su dañino rasgo narcisista le prohíbe hacer silencios de más de dos millonésimas de segundo. Mi hermana nunca calla, y mata. Mi hermana, mientras procura el silencio, lo narra en voz alta, para que el mundo-mundial sepa que está callada. Mi hermana es el verbo arrebatado hecho carne. Mi amigo ido, igual, aunque por ser hombre siempre ejerció de manera más torpe, y por ser tartamudo de manera más atropellada. Ahora, callado por prescripción universal, engrandecerá su alma, que ya era grande y extensa, aunque estrepitosamente parlera, y parleramente estrepitosa.

Mi amigo ido me sorprendía recurrentemente. Recuerdo una vez que entró sin llamar, como siempre, y me pilló observando cómo un adjetivo trisílabo se defendía de dos adverbios monosílabos. Así, como suena. Los adverbios acosaban al adjetivo intentando modificarlo, que es una de las funciones existenciales de los adverbios, pero sin éxito. A más ímpetu ponían ellos, más capacidad de defensa derrochaba el adjetivo. Después de no sé cuantas pero muchas horas de acoso, los adverbios, que se veían confusos y desvaídos y descoloridos y disminuidos y desvigorizados y vagos..., casi moribundos ya, diríase, terminaron sucumbiendo. Tantas horas de asedio y tanta edad -la de los adverbios- decidieron aquella batalla. Mi viejo amigo, cotorra locuaz y parlanchina y charlatana donde las hubiere, aquel día cambió su omnipresente tartamudeo por mudez deliberada, y se mantuvo a mi lado todo el tiempo, absorto y silente, entregado en cuerpo y alma a la contemplación de la escena. Solo rompió su silencio una vez, y bisbiseó:

-Juan Antonio ya-ya-ya seeé lo-que, lo-que, lo-que€ eees estar muerto- tal que así fue, más o menos.

El lance entre el adjetivo y los adverbios lo marcó para siempre; tanto que hasta llegó a limarle una buena parte de las aristas con las que su perfil narcisista arañaba y hería al respetable. A fuer de sincero he de admitir que ver el ímpetu de los adverbios y el adjetivo, y constatar su constancia y entrega en aquella lid fue tan emocionante como conmovedor. Los dos adverbios, ancestrales, curtidos en mil batallas, sitiando al joven adjetivo, parecía una lucha desigual, pero no, no fue así, sino todo lo contrario. Catalán, que así se llamaba el adjetivo, no les dio oportunidad ni cedió a sus arremetidas. A Más y Menos, que eran los dos adverbios, les quedó perfectamente claro que ser catalán es como la muerte, que no tiene grados, porque catalán o se es o no se es, sin más -y sin menos-.

Si el único molt honorable de los españoles -en el sentido protocolariamente oficial- hubiera estado presente aquel día de autos, quizá habría aprendido que el adjetivo catalán no se verá afectado, por más que Más, el adverbio aquel, se empeñe. Los catalanes de verdad lo son sin más y sin Mas, a pesar de que el molt honorable president -con amplísima colaboración del presidente Rajoy, dicho sea de paso-, siga empeñado en demostrar que «mas» es una conjunción adversativa, en su caso con mayúscula. Nadie puede ser catalán un poquito, como no se puede estar levemente muerto. Quienes piensen que dimitir de España significa ser más catalán, permítanme una arenga: remeden a los dioses, dimitan de España y, después, dimitan de Europa y del Planeta Tierra, y así llegarán a lo más de lo más del ser catalán. Apuesten por el catalanismo universal. Sean aguerridos. Lo de la puntita nada más -España en este caso- está bien para los chascarrillos y para los actos inconclusos, para lo otro hay que ir hasta el fondo, que es lo natural. La nave es nave desde la roda hasta el codaste. ¿O no...?

Nosotros, los turísticos, también nos pasamos trescientos pueblos cuando nos empeñamos en modificar el adjetivo «turístico», en nuestro caso, azuzando al adverbio «más» laudatoriamente para la autogloria. Una farsa. Turístico o se es o no se es. Punto. Los pretendidos turísticos que miden la turismosidad solo en función del peso de las cuentas de resultados cortoplacistas, son armas de destrucción masiva para nuestra industria, eso sí, con efecto retardado siempre. Los pseudoturísticos asociados al deletéreo club del cortoplacismo miope -que haberlos haylos- dan irrefutable fe de que los malos, cuando se pretenden buenos, son peores...