Tengo por ahí escrito, en uno de esos versos volanderos que regalo a mis amigos los lunes en una red social, que las ciudades deben terminar en alguna parte, preferentemente en el mar. Las ciudades de interior, a mi parecer de hombre acostumbrado a la referencia marítima, en realidad no acaban nunca, se extienden hacia sus propios arrabales y luego, de repente, si continúas caminando te das con el campo o con otra población que acaso sea la misma.

Pero las ciudades litorales, además de tener sus límites muy definidos, también tienen sus inconvenientes. La playa no es solo un referente geográfico, un punto fijo que determina la orientación, sino que acaba convirtiéndose en el eje fundamental del ocio y el esparcimiento, en el único espacio libre posible y disponible. Siempre he echado de menos esos parques inmensos, civilizados y gratos que he encontrado en otros lugares, y siempre acabo preguntándome por qué no tendremos nosotros algo así, por qué en mi ciudad, salvo muy contadas excepciones, lo que no es cemento es arena.

Ahora una iniciativa puesta en marcha por el ciudadano Javier López propugna que en los terrenos que una vez ocuparon los depósitos de Repsol, y donde la depredación constructora prevé cuatro torres de más de treinta plantas, hagamos un bosque. Un bosque que situaría a la ciudad en la línea de las grandes ciudades a las que raras veces le da por imitar salvo en lo peor. Un bosque que vendría a ser lo que Hyde Park para Londres o el Retiro para Madrid, un bosque urbano, un pulmón verde, no muy lejos del pulmón azul del mar, que vendría a aliviar la tremenda masificación de dos distritos superpoblados que cargan con la lacra de ser la quintaesencia del desarrollismo y de sus peores pecados.

Me gusta la idea de ese bosque. Bosque es una palabra con profundas resonancias, es una palabra verde oscuro, un color tan infrecuente en esta ciudad de azules picassianos y grises portland. Y aunque probablemente esto se quede en una utopía porque las autoridades locales han demostrado con harta frecuencia ser insensibles a las propuestas ciudadanas cada vez que se pide espacio libre, como si estuviesen crónicamente enfermos de «hórror vacui», habrá al menos que intentarlo. Un bosque me parece más apetecible que una masificación de rascacielos. Esta ciudad, que lleva tres mil años haciéndose y deshaciéndose a sí misma, se merece una oportunidad verde, un proyecto que, como una victoria, se levante, por fin, sobre los escombros de la fealdad.