La semana pasada se colaron en la agenda los «papeles de Panamá», y la actualidad obligó a dejar para mejor ocasión el análisis del fracaso del Programa de Activación del Empleo. Una medida lanzada a finales del año 2014 y que, gracias a la transparencia del propio Ministerio de Empleo, ha podido evaluarse con resultados poco satisfactorios.

Lo primero que se debe aplaudir es que por fin hay datos empíricos disponibles y públicos para evaluar la eficacia de una medida de política pública, en este caso de transferencia de rentas hacia los desempleados sin prestaciones. Un ejemplo a seguir que debe utilizarse con la suficiente responsabilidad, esto es, con el objetivo de mejorar el diseño y la puesta en marcha de medidas similares, y no para disparar a diestro y siniestro con críticas tan furibundas como estériles.

Al grano. El Programa de Activación del Empleo, desarrollado en el Real Decreto-ley 16/2014, de 19 de diciembre, tenía como objetivo declarado dar una ayuda de 426 euros mensuales durante seis meses a unos 400.000 desempleados de larga duración (más de un año sin empleo), muchos de ellos en situación desesperada, lo que debería haber permitido elevar la menguante tasa de cobertura frente al paro, entonces por debajo del 58%. El balance se queda muy lejos: apenas han sido 106.000 los desempleados acogidos al programa, que ha consumido sólo 182 millones de euros de los 1.200 millones presupuestados.

¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sido posible que esto haya ocurrido? La respuesta más adecuada se refiere a un mal diseño de una buena medida. Se endurecieron los requisitos de acceso y el programa insistió sobre el fracaso ya consumado de otras dos medidas anteriores: el PRODI (Programa Temporal de Protección por Desempleo e Inserción) y el PREPARA (Programa de Recualificación Profesional). En ambos casos se diseñaron políticas públicas con un doble objetivo: transferir rentas de emergencia a familias desempleadas (con una aguda pérdida de poder adquisitivo tras el hundimiento de la construcción) y facilitar en la medida de lo posible una reconversión laboral para impedir que estas ayudas, inicialmente temporales, se convirtieran en subsidios pasivos.

El fracaso de todas estas medidas concatenadas hay que relacionarlo con otras cuestiones más difíciles de resolver. En España el desempleo es muy rígido, y la reconversión de los trabajadores hacia la ocupabilidad en otros oficios o sectores es manifiestamente ineficaz. Falla la formación, falla la recualificación, fallan las políticas activas de empleo y muchas empresas apuestan por contratar a jóvenes con salarios bajos antes que a personas con experiencia y trayectoria y demandas salariales más altas. El resultado global es una profunda disfunción del mercado de trabajo, del que es cada vez más fácil salir -en dirección a un desempleo estructural o de larga duración- y al que es muy difícil volver a entrar, sobre todo a partir de determinadas edades -es el caso de los mayores de 45 años- o en determinadas circunstancias -mujeres con familiares a su cargo-.

De esta manera, lo que se acaban poniendo en marcha son medidas destinadas a proporcionar una renta mínima a familias sin recursos, lo que es sin duda importante y necesario, pero no tiene nada que ver con la empleabilidad o con las políticas de empleo. El endurecimiento de los requisitos, además, agrava el acceso a estas ayudas a colectivos que se consideran menos vulnerables, como los jóvenes o los parados sin cargas familiares, de los que se supone que pueden sobrevivir gracias al apoyo económico de sus propios padres o abuelos. Ojalá que los datos conocidos permitan hacer una reflexión de fondo en torno al drama español con su empleo -precario y mal pagado- y su desempleo -una trampa de casi imposible escapatoria-. La inercia administrativa y las disputas políticas no van a contribuir a resolver lo que necesita de una respuesta urgente y eficaz.