Un cadáver de traje serio en el callejón de la basura. Es la ética con un balazo de corrupción abierto en la frente. Tiene los ojos abiertos. Conocía el rostro del disparo. Su nombre es un rastro en el último aliento de sus labios. Hacía tiempo que se sentía amenazada. Su dignidad resultaba incómoda. Lo mejor era quitarla de en medio. Daba igual la unanimidad de la sospecha o la rapidez de la detención en primer plano. El asesino mantiene su elegante frialdad engominada. Niega de perfil impávido. Se rebela grave su lenguaje riguroso y descreído. Mira con desprecio a sus acusadores. Manos Limpias ya no podrá defenderlo. Su responsable también está detenido. Poco importa. La política sabe que tiene en defensa las mejores coartadas. La conciencia del actor que le otorga credibilidad a su personaje. Y un montón de votantes fieles, decididos a jurar que estuvo con ellos a la hora del crimen. La primera le permite resistir erguido, imperturbable, interrogado, con coraje en la tajante negación de la duda. La segunda una credibilidad exculpatoria. Sucede a diario. Es la eterna jornada de la marmota. El cadáver de la ética ejecutada por el afán de lucro y la hipocresía de un filantrópico código privado.

Hace tiempo que la ética se convirtió en la presa fácil del carnaval político. En medio de la fiesta, que envolvía con confeti y champán la democracia, les resultó fácil saquear la honestidad de los trabajadores, el jornal ganado a fuerza de renuncias, la dignidad y la fragilidad del merecido futuro de quienes realmente hemos rescatado al país de su resacosa orgía. Ninguno de nosotros participó en ella. En cambio nos acusaron sin escrúpulos de manirrotos, de haber vivido por encima de nuestras posibilidades, de ser los culpables de nuestro propio naufragio. No hubo ningún acto de contrición por su parte. Jamás dimitió alguno por su manifiesta incapacidad gestora, por su infalible mediocridad al frente de un cargo para el que nunca estuvieron preparados. Tampoco por las pruebas de su codicia, de su arrogancia, de su nepotismo. No entiendo cómo se nos ha olvidado tan pronto el agravio, su desprecio, la acusación por la que seguimos padeciendo una injusta y desproporcionada condena económica. Es razonable comprender que nos provoquen miedo las propuestas emergentes pero necesitamos terminar con la arrogancia, la incompetencia, la picaresca, la codicia y el pillaje. No podemos tener alcaldes ni ministros, banqueros ni empresarios ejerciendo de tahúres a la vez que de censores y predicadores. Tampoco un presidente croupier que se escude permanente en negar o desconocer que las cartas de su mesa están marcadas.

De la A la Z extiende el PP su guateque de la corrupción. La economía en negro de su butrón a España. Abucais, Bankia, Campeón, Gürtel, Imelsa, Nóos, Palma Arena, Rabasa, Scala, Troya, Zeta. La suma del dinero de cada uno de estos robos de guante blanco es un botín de escándalo. Ninguno de sus protagonistas sería capaz de asaltar el tren de Glasgow, de perpetrar el golpe de la Société Générale de Niza, el saqueo del Depósito inglés de Knightsbridge ni de desvalijar el Centro de Diamantes de Amberes. Lo suyo han sido las cajas fuertes de las alcaldías, de las consejerías, de las comunidades, de las entidades financieras. Un holding de la corrupción bajo la severa apariencia de lo incorruptible. No sabemos si el desfalco respondía a un plan preparado con detalle o ha sido producto del espontáneo zafarrancho de una ebriedad de poder y de soberbia. Son muchos miles de millones burlados a lo largo de los años, sin dejar de ir a misa los domingos, a los palcos vip de los derbis de fútbol y a la bancada azul desde la que aprobar espartanas leyes y arengarnos sobre el deber y el pecado.

No hemos ejercido nuestro derecho de ciudadanía. Ignoramos en qué consiste. Es cruel ser tan conscientes de que sólo hemos respondido a los afectos o empatías de lo ideológico y al rechazo del contrario. Nuestra insatisfacción y el anhelo de una política moral y de progreso se conformaron con el subsidio de la cultura y el discurso del bienestar. Pero nunca hemos sido ciudadanos. Éticos, responsables, exigentes. Jamás nos enseñaron a serlo. Es vox populi decir que la corrupción se da por la falta de una ética política de gobernantes, de funcionarios públicos y de organismos económicos. Que lo habitual es enrolarse en la política para medrar y alcanzar canonjías inmerecidas y beneficios con porvenir. Y de esa caja de Pandora nos excluimos, como si por ser honestos fuésemos inocentes del todo.

¿Qué pasa ahora cuando nos salpica la presunta red de Ausbanc y de Manos Limpias para exigir importantes cantidades de dinero a cambio de retirar querellas presentadas contra empresas, instituciones y personas? Al parecer Ausbanc financiaba al sindicato Manos Limpias con la finalidad de ejercer presión, personándose como acusación popular bajo el amparo, y lograr así supuestos acuerdos colaborativos de publicidad. Unas mordidas, que alcanzan a una de las enjuiciadas del caso Nóos, destinadas encima a sociedades en el extranjero para canalizar parte del dinero sin ser detectado. ¿Todo el mundo tiene un envés tenebroso? ¿Por qué lo está teniendo tan fácil el diablo que anda prometiendo paraísos fiscales a cambio del alma? ¿Qué parte de responsabilidad tiene la Justicia en esta sucesión de delitos y favores que no cesan? ¿Por qué sólo van a la cárcel cabezas de turco y algún que otro dandi incómodo? ¿Dejará alguna vez la democracia de ser un trampantojo?

La relación entre ética y política en la democracia moderna no deja de ser tensa y peligrosa porque ésta última introduce un complejo relativismo moral que, si bien permite la coexistencia en un plano de igualdad de las distintas concepciones propias de toda sociedad, no puede ser sostenido en el campo de la política. Es aquí cuando el poder, al penetrar la dimensión ética, introduce en ella una gran distorsión porque el discurso de la ética se convierte en una mera forma de justificación del poder. Por ese motivo no podemos entender la política sin los valores que la inspiran: la libertad, la justicia y la igualdad. La primera no se puede entender sin responsabilidad y con límites que fomenten la justicia y ésta a su vez propicie la igualdad de oportunidades. Estos valores deben de ser comunes a todos, un código de conducta que sirva como referente a la moral social. La filósofa Adela Cortina lleva años defendiendo que no es aceptable la idea de que existen varias morales cotidianas y una sola ética. Su discurso defiende la creación de un código de conducta que sirva como referente a la moral social, y nos enseñe la dignidad de alcanzar en la vida cotidiana una ética donde la libertad sea superior al servilismo y la esclavitud, la igualdad a la desigualdad, la solidaridad al desprecio, el respeto a la intolerancia, el diálogo al conflicto.

Esa es rebeldía y la actitud que nos esperanzan en volver a ser personas. Y a construir una ciudadanía con la que consigamos erradicar que se practique la ética a la caja. La única manera de limpiar la mugre moral de estos días de gloria tan populares.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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