Los viernes son días azul celeste, resplandecientes y tersos como gotas de mercurio. Los viernes tienen un no sé qué de esperanza, ese halo brillante que poseen las vísperas de las fiestas y el papel que envuelve los regalos. Los viernes, tan apreciados, tan prestigiosos, son días avocados al optimismo, y los amamos como si nos pertenecieran un poco más que el resto de los días laborables, que son de otro, siempre son de otro.

Por nada del mundo entregaríamos sin más un viernes, y sin embargo puede ser un viernes el día que cada año perdemos en los atascos de tráfico. Lo dice uno de esos estudios que se publican de tanto en tanto para hacernos ver qué modales tiene la esclavitud en nuestro tiempo. Según el mentado estudio, un día de cada año se nos va de las manos mientras miramos las luces del coche de delante y esperamos resignados a que la vida continúe. Un día, entero, con su madrugada y su atardecida y sus tres comidas y su tiempo para el amor y la ternura. Un día completo, esas veinticuatro horas que no son exactamente veinticuatro porque casi nada es exacto en nuestras vidas y tampoco iba a serlo el tiempo, que es una cosa que nadie ha visto; de él solo percibimos sus catastróficos efectos.

Fue el majestuoso Horacio quien inició la larga tradición del «carpe diem», a la que muchos poetas se sumaron luego. Me gustaría saber qué diría Horacio hoy, viendo cómo se consumen las horas detrás de un coche y delante de otro, en una fila interminable y absurda que quizás no conduzca a ninguna parte, observando esa metáfora de la modernidad construida de metal y polipiel, esa cárcel con radio-cd y dirección asistida en la que nos pasamos, detenidos y atrapados, un día entero por año, lo que viene a dar casi tres meses en toda nuestra vida, según cálculos estimados.

Estoy seguro de haber recordado alguna vez aquí, en esta columna que cumple diecisiete años creo que hoy mismo, aquellos versos de César Vallejo en los que quería «guardar un día para cuando no haya, / una noche también, para cuando haya», porque un día llegará que todo será noche y echaremos de menos esos días que se nos escaparon enteros, sin el mordisco del deseo y de la vida. Días de los que no nos quedó memoria alguna porque fueron la repetición exacta de otros que tampoco llenamos de nada más que de rutina, que es una de las formas más terribles de imitar lo que de absurdo tiene la muerte.