Decía el viejo Salustio, ilustre historiador romano, que también se puede servir al Estado con la palabra y no sólo con la acción. La importancia de las palabras, de la retórica, de un relato ajustado a la realidad y del respeto a las diferencias resulta todavía más determinante en la democracia, donde el plano ejecutivo no puede desligarse del debate parlamentario ni del consenso con la ciudadanía. Se gobierna con las palabras cuando se dice la verdad y se plantean los problemas honestamente, sin subterfugios propagandísticos. Se gobierna con las palabras cuando los dilemas políticos permean el debate social, sin dividir a los ciudadanos en campos antagónicos ni en trincheras enfrentadas. El gobierno de las palabras es el que inspira y convence de un modo constructivo, no el que utiliza su poder para separar ni crear confrontación en la sociedad. Gobernar con las palabras supone también dar ejemplo y no utilizar las pasiones gratuitamente: son el ejemplo y las palabras los que conforman el tono de un país.

Pensemos por un momento en la Transición, piedra fundacional de nuestra democracia. Y pensemos después en el escenario político actual, con el bipartidismo debilitado, la incapacidad general de alcanzar consensos, la profunda crisis territorial -que es sobre todo catalana, pero no sólo catalana- y la parálisis de gobierno. Si asumimos el discurso de la nueva política, empeñada en hablar de una segunda transición que finiquite la primera y dé inicio a algo nuevo, se puede comprobar cómo las palabras y el ejemplo son antagónicos a los de la primera Transición. Si tras la muerte de Franco hubo un empeño común por limar las aristas de las dos Españas -aunque, como todos los pactos, fuera imperfecto-, la pulsión actual se diría que va en la dirección contraria. Para algunos, España resulta irreformable; para otros -Ada Colau dixit-, lo es el PP y el conservadurismo nacional; para Pedro Sánchez y los socialistas, se trata sencillamente de un único lema repetido hasta la saciedad: «no es que no». Cabe preguntarse, en ese caso, si la intransigencia construye sociedades de futuro.

Entre los muchos motivos a favor de una gran coalición para esta legislatura, a nadie se le escapa la necesidad de llevar a cabo una serie de reformas que pongan al día el sistema educativo y den estabilidad a la investigación; domeñen las cuentas públicas y garanticen unas pensiones dignas para las generaciones venideras; limiten determinados privilegios y liberen la economía de sus innumerables rigideces, empezando por las que se derivan de los excesos burocráticos. Sin embargo, junto a las reformas de la política y la economía, el otro gran motivo para impulsar una gran coalición sería la ejemplaridad de las palabras -y, por supuesto, también del gesto-. Una gran coalición, precisamente en estas circunstancias parlamentarias en que es urgente dotar de estabilidad al país, serviría para recuperar el espíritu más noble que hizo posible la restauración de la democracia. La pluralidad de opiniones y las diferencias ideológicas, por profundas que puedan llegar a ser, no representan fosos insalvables en el marco de la ley y el respeto. De hecho, su firma y puesta en marcha supondría normalizar lo que ya resulta habitual en los principales países europeos, donde se distingue perfectamente entre las discrepancias programáticas y la peligrosa tentación del populismo.

Servir al Estado con la palabra requiere a la vez generosidad y humildad, pero sobre todo exige confianza. La confianza de saber que en la Historia nada está escrito y que el futuro depende de nuestras decisiones. Para Freud, el principio de realidad debe regir cuando ya hemos dejado atrás la infancia. El principio de realidad es también el que nos invita a construir y a no encerrarnos en el castillo de nuestros prejuicios o de nuestras emociones. Al convertir una parte de la sociedad -sea cual sea su signo ideológico- en chivo expiatorio de las pasiones y al alimentar esa tensión con las palabras, gestos y acciones, no sólo se le hace un flaco favor a las instituciones, sino que se refuerza el mito pedestre de las dos Españas irreconciliables. Una gran coalición tendría un valor ejemplar que resultaría benéfico en muchos sentidos. Las terceras elecciones, en cambio, sólo pueden ser interpretadas como el fracaso de la política.