Las manzanas son sanas hasta reventar. Lo dicen los médicos, los refranes, las revistas, los libros. Las manzanas prolongan la vida de los que las consumen con regularidad, y hacerlo es fácil porque las hay todo el año. Manzanas verdes, rojas, amarillas. Manzanas dulces, ácidas.

Manzanas que se deshacen en la boca y manzanas a las que hay que hincar bien el diente. En zumos y en batidos, coronando pasteles y arrugándose melosamente dentro de un horno, en una macedonia o como guarnición de pescados y carnes. Actúan sobre el cerebro, sobre la circulación de la sangre, sobre los dientes.

Pero hay algo más. Las manzanas llevan contándonos secretos desde el origen de la historia. Eva y Adán la arrancaron antes de tiempo del árbol del conocimiento y fueron expulsados del Paraíso, pero las manzanas siguen sabiendo dónde está. En la mitología griega, el humano Paris fue obligado a decidir cuál de tres diosas era más hermosa (Atenea, Afrodita o Hera) dándole a la elegida una manzana de oro; eso provocó celos y escaramuzas guerreras, aunque desde entonces sabemos que las manzanas entienden los misterios de la belleza. La madrastra de Blancanieves envenenó media manzana, la parte roja, para que ésta nos advirtiera de los peligros de la maldad, que no es el complemento o mitad de la bondad sino su región podrida. A Newton le golpeó en la cabeza un fruto maduro mientras sesteaba debajo de un manzano y descubrió la ley de la gravedad. Y Guillermo Tell fue conminado por su cruel gobernador a acertar, so pena de ser ajusticiado, en una manzana situada sobre la cabeza de su hijo, que estaba a cien pasos de él, algo que hizo con pulso firme para demostrar que las manzanas, cuando lo merecemos, nos guían por el buen camino.

Las manzanas forman parte de nuestra mitología y de nuestro imaginario. Sin olvidarnos, claro, de esos gusanos que en ocasiones las acompañan, de esa putrefacción que acecha en el corazón de todas las cosas de este mundo. Los gusanos son a las manzanas lo que el error a los aciertos, que también se echan a perder si no los usamos cuando tocan y de la manera correcta. Un acierto encerrado de manera indefinida dentro de un tonel junto a otras decenas de aciertos acaba echando a perder ese conjunto de soluciones, hermosuras, medicinas para el alma y alimentos. Las manzanas hay que consumirlas en sazón, si es posible recién cogidas del árbol. Una manzana agusanada es un dolorosísimo desperdicio que no deberíamos permitirnos.

Las manzanas, en efecto, desintoxican el hígado, reducen el colesterol y la glucosa, mejoran la memoria o combaten el insomnio, pero sobre todo nos enseñan a vivir saludablemente las historias que nos habitan, los cuentos que nos contamos, los senderos por los que se bifurca nuestra existencia. Las manzanas, cuando no permitimos que se conviertan en la cueva mágica de los gusanos ni que se enmohezcan en los toneles de nuestra conciencia y de nuestras casas, son un magnífico epítome de la felicidad posible, un modo humano y habitable de ser lo que somos. Y el Paraíso del que fueron expulsados Adán y Eva, la Belleza sobre la que le tocó dictaminar a Paris, la Bondad que hizo sufrir tanto a Blancanieves, la Ciencia a la que se dedicó Newton incluso cuando dormitaba, o la Justicia por la que luchó con bravura Guillermo Tell. Principios y objetivos que tanta falta siguen haciéndonos hoy en día, quizás más que nunca.