Un fantasma distímico recorre las comisarías y las comandancias de este país. La guadaña se pasea petulante y enardecida por el silencio de algunos mandos que callan, pero lo cierto es que, según las estadísticas sindicales, un policía nacional se quita la vida cada 28 días. Suelen volarse la cabeza con su propia arma reglamentaria, un drama mudo que sólo se comenta con rabia entrecortada tras colgar el uniforme al final del servicio, con aceptación taciturna por el compañero que se ha ido.

Supongo que salir de la academia para convivir a diario con la llave al otro mundo pegada a la cadera no es plato de buen gusto. Puede que quizá el afectado tema dar la voz de alarma por miedo a estigmatizarse en el grupo. También imagino que enfrentarte asiduamente a los cinco peores minutos de tu vida al tratar con lo más vil y oscuro del ser humano debe imprimir carácter. No sé, pero el ritmo de pérdidas es incesante, un goteo que tiñe de rojo un cuerpo que merece ser oído, comprendido, acompañado. Qué angustia, qué desesperación no debe soportar una persona para entender en su nublado pesimismo que la única salida es la vía rápida de apretar el gatillo. Qué protocolos no se activan cuando un agente muestra una debilidad y una desidia propias de quien muestra un malestar insano y mortal.

Cuando un policía empieza su jornada se reviste con una armadura de entrega a los demás y servicio al bien común, un escudo aun más impenetrable que el chaleco antibalas, pues sabe que ha sido entrenado y formado para velar por usted y por mí. La verdad, el sometimiento a la ley, la profesionalidad y los escasos medios materiales son su razón de ser, lo que les confiere la autoridad necesaria para salvaguardar el Estado de Derecho en el que deseamos deambular todos. Por eso, cuando me entero de tan desolador panorama suicida, pienso que su debilidad pone en jaque la sensación de seguridad que debe arroparnos. En todos lados cuecen habas, pero es una verdad objetiva que los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado en general son dignos de admiración y respeto.

Algún malnacido pensará que alguien no toma esa fatal decisión de un día para otro, y que por tanto cabe preguntarse cuántos atestados o actuaciones irregulares habrá llevado a cabo ese policía mermado antes de su tempranero último día, pero eso no son más que provocadoras fabulaciones de alguien tan rastrero que busca el beneficio propio en la desgracia ajena. Por suerte el sistema tiende a regularse con las garantías necesarias para que esas grietas no ocurran, de ahí, por ejemplo, que existan instructores y secretarios, o que actúen, como mínimo, en parejas.

Siempre he pensado que, en el improbable y remoto caso de haber sido yo Ministro del Interior, Dios les libre, le subiría el sueldo a todos aquellos que dedican su vida a proteger la nuestra: como mínimo a policías, guardias civiles, bomberos, médicos y militares. Y de igual modo endurecería sin reparo las penas para los que perteneciendo a esas profesiones abusaren de su condición o sirvieran a cualquier fin espurio y ajeno a sus funciones, porque ellos, y sólo ellos, tienen la capacidad de demostrar que hay un orden, un sistema cuyo objetivo es salvar nuestros días, lo que conlleva una obligación y una responsabilidad que no permite mancha alguna.

Historias como la de Pablo Ráez, que peleó hasta la muerte por arrebatar a la Parca su último aliento en la lucha contra la leucemia, hacen más difícil comprender según qué actos. Por eso, mantener a esos policías y guardias civiles a salvo de tentaciones y debilidades es función de todos, pues les hemos cedido un poder inmenso, uno tan grande que quiero pensar que el a veces insoportable, desagradecido y solitario peso del honorable cumplimiento del deber es el motivo por el que algunos se abandonan a la honda tristeza y nos abandonan antes de tiempo.

Estas letras son sólo un humilde susurro de apoyo con el que hoy me pregunto dónde están aquellos que, por su mando y condición, optan por el aberrante mutismo y desvían la mirada en vez de cuidar a los ángeles que nos guardan. Es de justicia que los protegidos nos preocupemos por el bienestar y la entereza de nuestros ángeles custodios. Se lo debemos, es lo mínimo.