La jueza y ponente Teresa Palacios le ha sacado tarjeta negra en la Audiencia Nacional a Rato y Blesa, dos eslabones de la lista interminable de compañeros de pupitre de Aznar. La black card a quien fuera todopoderoso director gerente del Fondo Monetario Internacional contrasta con la carta blanca a Iñaki Urdangarin. Tras ser condenado a más de seis años por delitos de naturaleza fiscal, se permite que el duque depuesto resida en el paraíso fiscal suizo con los derechos de ciudadanía intactos. Solo faltó autorizarle a personarse el primero de cada mes en una entidad bancaria helvética.

La sentencia a los saqueadores de Caja Madrid demuestra que la justicia es igual para todos. El auto que renueva el pasaporte judicial de Urdangarin demuestra que la justicia es desigual para algunos. Ya solo falta elaborar la lista de privilegiados. Miguel Durán, abogado del número dos de Gürtel, se apoya en esta asimetría para exigir en Valencia la libertad de su defendido, pendiente también de sentencia del Supremo y a quien compara directamente con el generoso trato recibido por el cuñado del Rey.

Si se suma la escolta que no vigilancia policial y demás prebendas, Urdangarin aventaja en derechos a la mayoría de sus conciudadanos. Una condena mayúscula no ha mermado su ritmo de vida, que solo puede permitirse el famoso uno por ciento. Las virtudes ejemplarizantes de la confrontación judicial quedan arruinadas. Sobran aspirantes a vivir como el balonmanista, aunque sea con el malestar de una amenaza de cárcel, cuando se trataba como mínimo de que no creara escuela.

No se trata de decidir si la black card es más correcta que la carta blanca, pues ambas deben someterse a revisión en el Supremo. Sin embargo, cualquier lector no jurídico apreciará entre ambas una diferencia radical de combatividad, de voluntad de juzgar. Existe una distancia abismal entre el grado de compromiso de los tribunales implicados. La Audiencia Nacional puede estar equivocada, pero le sobra convicción en la naturaleza de su trabajo, renueva a cada folio el vínculo con su profesión. En cambio, se percibe en sus textos desganados que el tribunal de la Audiencia de Palma desearía apartar el cáliz de la Familia Real, y estar en otro sitio. Quién podría reprochárselo.

El optimista se felicita de que el vaso esté un cuarto lleno, cuando está tres cuartos vacío. Cabe pues asimilar la dosis de discriminación asumible, y celebrar como un éxito democrático que la justicia sea igual para la mayoría. Siempre habrá una minoría que cumpla con el dictamen resignado de Obama, “los ricos juegan con otras reglas”. Cinco de los componentes de los dos tribunales implicados son mujeres, lo cual avala el seísmo en el género de la justicia, pero también la influencia relativa en los veredictos. El poder no tiene sexo. Cristina de Borbón se presentó ante tres juezas de su edad como una abnegada ama de casa de la postguerra pletórica de ignorancia, y la estrategia le funcionó a la perfección.

La comparación entre black card y carta blanca no es arbitraria, desde el momento en que ha sido esgrimida por los propios afectados. No solo los Gürtel valencianos aspiran a una familiaridad con La Zarzuela que alivie sus penas de cárcel. Los vaciadores de Caja Madrid y Bankia, vía cajeros con nocturnidad, consideran asimismo que han pagado en sus carnes la relativa benevolencia de la sentencia del caso Infanta. La infundada ligazón, entre sendos tribunales que han sentenciado sin contacto, olvida sobre todo que la opinión pública no distingue con demasiada precisión entre Urdangarin y Rato. Los contempla como dos integrantes el mismo lote.

Eminentes juristas han liquidado de un plumazo la pretensión absurda de una justicia igual para todos. Jesús Cardenal fue el fiscal general de Aznar en que el cargo mostraba una concordancia absoluta con el nombre, y sobre todo con el apellido. Al preguntarle por qué los privilegiados tendían a ser favorecidos por las sentencias judiciales, recurría a un silogismo impecable. “Los ricos contratan mejores abogados, que disponen de mejores argumentos, y los tribunales son sensibles a los buenos argumentos”.

Disponer de siete abogados, por citar el caso de Cristina de Borbón, multiplica por siete el número de argumentos. En medio de esta profusión jurídica, alguno de los razonamientos ha de dar en el clavo. Como mínimo, sirvió para que se necesitaran más de mil folios con objeto de imputar a la Infanta, un trámite que se verifica a diario con centenares de ciudadanos sin mayor precisión que la hora y juzgado de la citación.