Tierra adentro las ciudades no se acaban. Abruptamente llegan a sus arrabales y entonces la vida parece que se desentiende y luego ya no hay árboles, sólo gravilla despeinada y papeles ya leídos, y después un poco de distancia y de pronto otra ciudad que es la misma, seguramente.

Pero junto al mar no es así. Junto al mar las ciudades creen en el horizonte, se disuelven en las orillas, terminan en un renglón azul y fresco que invita a la ensoñación y a la aventura, rematan en una línea apaisada y larga capaz de detener blandamente cualquier desplome, y desde allí miran hacia donde todo se vuelve cielo.

Pero a mi ciudad, esa ciudad «apenas detenida en su vertical caída a las ondas azules», quieren hacerle un roto en el paisaje de ida y vuelta, y quieren rasgarle el lienzo justo donde el mar empieza y termina, levantando un hotel con forma de elipsis y ciento treinta y cinco metros de altura que desafíe a los vientos, como si los vientos necesitaran más desafío que el de resbalar, suaves, por las esquinas redondas de Larios.

El dique de Levante se elevaría así sobre todas las cosas trazando un horizonte perpendicular y brillante que marcará para siempre la cara marina de la ciudad como una cicatriz incurable y acusadora. No será, aunque nuestra frágil memoria quiera olvidarlo, la primera vez. Ya hemos visto y padecido antes cosas como estas y no hace de ello tanto tiempo. Ahí está la Torre de Gibralfaro, mordiendo el monte y los Campos Elíseos con sus doce plantas de agravio y fealdad, construido en aquellos años en que manu militari (como nos ha explicado alguna vez el gran Alfonso Vázquez en este mismo periódico), era posible agredir el paisaje o lo que hiciera falta y salir impune. También por entonces se hizo algo parecido con el hoy tan celebrado Hotel Málaga Palacio, que ocultó la imagen de la Catedral sin que nadie pudiera o quisiera evitarlo, y llevamos cincuenta años sin ver lo que sí sería digno de ser visto.

Pero esta ciudad de arena, que lleva tres milenios empeñada en hacerse y deshacerse a sí misma, empecinada en mirarse siempre en el mismo espejo deformante, vuelve a querer vender por unas monedas lo que nunca debe estar en venta porque no es nuestro, porque adeudamos una herencia a quienes vienen detrás. Sin embargo, una vez más, con el entusiasmo del mercachifle, ha puesto precio al horizonte, que si no lo remediamos será vertical y gris como suele serlo siempre el cuchillo del asesino y también el del traidor.