La edad es un infinito manantial de maravillosos regalos que en un determinado momento nos regala una gafa. Todos terminamos oyéndolo: «Toc, toc... Buenas, soy tu vista y necesito ayuda...». La pérdida de vista es un proceso que durante su evolución nos pasa desapercibido. Se trata de un proceso progresivo, como los de los cientos de mangoneos millonarios que tanto denigran a España, últimamente, Catalunya incluida. A veces la progresión de la pérdida de vista es tan sutil que la toma de consciencia se hace rogar. Valga, si no, como muestra, el engañoso botón del que fui testigo hace un par de meses:

El escenario, el departamento de deportes de unos grandes almacenes bruselenses. Los protagonistas, un fornido maniquí con el torso desnudo, ataviado con mascara, tubo de buceo y aletas de color amarillo chillón, vestido con unas bermudas verde fosforito; una señora elegante, con pequeños ojos achinados; y un vendedor del centro con unos reflejos dignos de envidia. La señora, se dirigió al maniquí:

-Buenas tarde, por favor, ¿el departamento de óptica...?

Transcurrieron unos interminablemente largos segundos y a punto estuve de intervenir -yo iba también a la óptica-, pero apareció el vendedor, que llegó a la carrera:

-Buenas tardes señora. Gracias por honrarnos con su visita. Perdone a mi compañero. Es muy tímido y, además, hoy es su primer día de trabajo y está un poco bloqueado. Si me lo permite, para mí será un placer acompañarla hasta la óptica...

Yo llegue a la óptica pocos minutos antes que la señora, que entró sola, y compartimos mostrador. Lo mío era simple y terminé muy rápido -había olvidado mí gafa en casa y como soy présbita, es decir, que mis brazos se me han ido quedando cortos para ver de cerca, buscaba una gafa pregraduada para echar el día-, pero al escuchar la explicación de la señora a la dependienta, decidí permanecer un ratito para aprender de la situación:

-Mire, señorita, yo veo perfectamente, pero tengo un problema. De un tiempo acá -y va a más-, todo lo que veo me produce tristeza, amargura, tribulación, desconsuelo, aflicción..., así que hace unos meses decidí vivir con los ojos entornados, casi cerrados, para evitar ver todo lo que me aflige y me entristece, pero eso no funciona. Mire usted cómo tengo las rodillas de andar con los ojos entornados. ¡Me doy unas leches que ni le cuento...! ¡Cinco veces he estado en urgencias!

La vendedora y yo nos miramos ojipláticos, y ella, la vendedora con profundo respeto le dijo:

-Claro, señora, cerrar los ojos no es la solución. Si esa fuera la solución usted arreglaría una cosa, pero desarreglaría otra. Mírese las rodillas, si no. Así que mientras esté conmigo abra los ojos y siéntase cómoda. La solución creo que va por otro lado. ¿Por qué cree usted que su problema es un problema de vista? - preguntó.

-Pues muy fácil, porque un sabio me dijo anoche que lo importante no es lo que ocurre, sino cómo yo veo lo que ocurre, y lo qué yo hago para remediarlo. Y aquí me tiene, dispuesta a gastarme lo que haga falta en la mejor gafa que exista para ver claro, y con el compromiso firme de llevarla siempre puesta. En síntesis, señorita, lo que yo necesito es una gafa de ver felicidad -contestó con seguridad y desparpajo infinitos mientras mantenía sus enormes ojos de misterioso color abiertos de par en par-.

Lamentablemente no pude quedarme para ver cómo terminaba el asunto, pero, entre que la luz propia del verano alumbra cosas que en otoño e invierno son más difíciles de ver claramente y que aquella dama algo abrió en mi sesera, no pude evitar pensar en la sarta de vaguedades que venimos listando desde in illo tempore como solución a lo irresoluble. Me refiero a la estacionalidad y al magreo verbal que, por relevos generacionales, le venimos dando los implicados en el desarrollo turístico de la Costa del Sol.

Quien no tiene toda la inteligencia de su edad, tiene toda su desgracia. Lo dijo Voltaire y hasta es probable que lo expresara como una demostración visionaria mientras pensaba en nosotros. En la Costa del Sol llevamos sesenta años sumando producto para verano, que irremediablemente genera excedente acumulado de oferta en invierno. ¡Pero eso sí, con la engañosa gafa de la felicidad puesta, mientras devaneamos letanías carcundas e insostenibles...!