Tanto Cervantes como Lope, Quevedo o Calderón de la Barca, entre otros, han referenciado en sus obras aquella costumbre medieval de acogerse a sagrado. Esta antigua tradición anclaba su fundamento en la posibilidad de obtener asilo dentro de cualquier recinto sacro que estuviera sujeto a la autoridad eclesiástica y a fin de que el amparado pudiera eludir la acción de la justicia profana. Política y pulsos de poder, resumiendo. Por mi parte, les confieso que la primera noticia que tuve sobre la existencia de esa vieja costumbre llegó a mi conocimiento siendo niño, mientras visionaba la versión de Disney de El jorobado de Notre Dame. Ya ven. No todo se aprende en los libros. Donde menos te lo esperas salta la liebre. En cualquier caso, aunque la figura del asilo en sagrado les pueda parecer remota, aún existen prácticas que, quizá ancladas en el inconsciente colectivo, nos la recuerdan en nuestro devenir cotidiano. Evocaciones a esa suerte de lugar invulnerable han tenido eco en los recreos infantiles cuando, por ejemplo, se elegía el árbol junto al que no te podían capturar cuando jugabas a policías y ladrones. Todos buscamos, en definitiva, en mayor o menor medida, un lugar donde estar a resguardo de todo y de todos. Y eso es lo que ocurre, por ejemplo, durante los días de feria, en el tren de cercanías que conecta Málaga con la costa. Suban, suban, que aquí no pasa nada. Están totalmente a salvo. Den rienda suelta a sus instintos más primarios. Nadie les va a reprender por ello. No lo digo por decir. Quien les escribe la presente hace una ida y venida cada día a lo largo de dicho trayecto ferroviario y algo sabe de esto. Si me diera por lanzarme con el anecdotario para justificar lo que les digo me faltaría periódico. Pero como algo les tengo que contar, les contaré algo. Una muestra. De menos a más. «In crescendo». «Arsa que toma y olé, que viva la gracia de mi Andalucía», que escribía Antonio Burgos y cantaba Carlos Cano. Si son ustedes de los que, a primera hora de la mañana, ya marcan la diferencia entre la torrija de leche y la de vino, túmbense sin problema, pies por delante, en los asientos laterales, que no pasa nada. No escatimen espacio. Si alguien se queda de pie, que hubiera llegado antes. Nadie les llamará la atención. Guardas, haberlos los hay. No les digo que no. Pero yo no he logrado verlos esta semana en los vagones, así que con tranquilidad. Escupan, empujen sin necesidad, derramen las litronas, no se corten. Hablen ustedes de lo que quieran y a quien quieran. Como ese caballero que, el martes pasado, entre risas etílicas, le preguntaba a una señorita acerca de si le podía cuantificar el peculio que sería justo ofrecerle a cambio de que le permitiera lamerle los pulgares de sus pies. La linda damisela tuvo a bien responderle, muy risueña ella, biznaga de la alegría, que mucho mejor le paladeara las profundidades de lo que vienen a ser los bajos fondos que comienzan a teñir de oscuridad el bajo vientre. Exactamente no es que fueran esas las palabras que se utilizaron, pero imagino que ustedes me entienden. Y en cuanto a los billetes de viaje, casi me atrevería a decirles que no los compren. Total, manadas de usuarios saltan los tornos en feria y no pasa nada. Ole. No vayan ustedes a ser ahora los más legales del condado. Pero en fin, no nos quedemos en el cochino dinero. Lo primero es la salud. Si la borrachera les trae mal de la tripita, relájense. Suelten amarras y lastre. Sólido y gaseoso. Sea el tren de cercanías un espacio de inspiración poética y descanso intestinal en comunión con las pituitarias de todos los viajantes. Mejor fuera que dentro. No tengan miedo. Ante todo, confíen en mí. Que lo que les cuento ha sido visto por estos ojitos que se han de comer los gusanos. La pena es que tal sublimidad de anécdotas no haya tenido yo la oportunidad de compartirla con algún guarda en los vagones. Que haberlos los hay, repito. También en feria. Ya se lo digo. Seguro. Pero vaya por Dios, no los he visto.