Sucede que, de repente, uno se apaga. Súbitamente. Como los niños, los interruptores y los perros. Con la piel humeante y aplastada contra el colchón, pese a todo el prestigio del insomnio y el acecho de los tambores, verdaderamente impenitente. Desde que empezó la Semana Santa, es la primera vez que duermo, y, además, no de una manera cualquiera, sino en mitad del paso del santo y del alboroto, como si mi cuerpo fuera un barrunto chusco e irreverente de otro tipo de crucifixión, más cercana al pogromo y a la pequeña muerte del sueño y su mística de palabras frías, K.O., deshecho, abatido, mientras abajo, en la acera, centellea la procesión.

Dormirse así, en pleno estómago de la ballena –Jonás ni que Jonás– requiere talento. En mi caso, debe de tratarse de un talento prestado, cuyo titular, a buen seguro, anda a estas horas igualmente confundido, pensando hacia dónde voló su sueño, hecho de pájaros y de campo y de virtud. Estar cansado tiene plumas, decía Cernuda, pero también plomo y crema de ansiolíticos y desplomes, complicados descensos a un mundo que no entiende de fronteras, con sus sombras bailando al compás de la trompeta y de la percusión. Recuerdo un sueño cuarteado, dividido en dos por el redoble momentáneo de vigilia. En la primera parte, un grupo de finlandeses se arrojaba desde la cima de una librería construida en una cordillera. La puerta estaba cerrada con candados y detrás se veía la silueta de la policía. Justo entonces empezó el vuelo de los finlandeses contra el suelo, suicidio con metrónomo, hermosísimo, de tambor, adornado con piruetas arbitrarias y gritos de mujeres. Una de ellas levantó una cabeza del suelo. La cara era un puntos rojo y evanescente como la cúpula de las cerillas. «Míralo, míralo, aunque no quieras verlo», gritaba.

Después vino la lengua de mar y del apocalipsis. Una segunda parte del sueño, a modo de corolario, de apenas diez segundos, la imagen de una ola gigante que se avecinaba con todo su esplendor y la presencia de Chris Stevens, el personaje de Doctor en Alaska interpretado por John Corbett, que me sugería una maniobra de huida. «Tienes que saltar, para salvarte, tienes que saltar», decía y hacía el gesto de sumergirse en alguna parte, mientras traqueteaban, de fondo, los últimos movimientos de la procesión.

Con permiso de Jung, renuncio a semantizar ninguna de las dos piezas. Sólo agradezco que no se mezclaran. De lo contrario, el consejo de Stevens me habría convertido rigurosamente en finlandés. Aún quedan los militares. No puede permitirme tanta indefensión. El martes logré, al menos, salir del centro. Aunque por el camino equivocado. Como buen salvaje, a veces descuido las atenciones que me prodiga mi amigo Miguel Ferrary, que cada año, al estilo de Doctor en Alaska, deja gentilmente sobre mi escritorio el itinerario de los tronos para que sepa cómo escapar. Pensé que el barrio de la Victoria podía ser una opción. Y, sin duda, lo es. Pero no en ese momento. Tardé una hora en avistar el cartel de la cafetería Samoa, a la que llegué turbio, sediento y robinsoniano. Viaje a Samoa, como el de mi admirado Marcel Schwob. Luego dicen que la Semana Santa no es cosmopolita. Tengo que admitirlo. Con brasas bajo los pies.