El Miércoles Santo siempre fue, para quien escribe, día dedicado a la impaciencia. Qué te voy a contar a ti, que sabrás lo que es la víspera de tu gran cita. Al día siguiente es cuando, desde que era un crío, visto mi túnica para acompañar al Nazareno. Y ese día, como las prisas son malas consejeras y de nervios el Jueves Santo va uno servido, es cuando preparo mi túnica a la espera del momento.

Mucho ha cambiado desde entonces. En aquellos años, era mi abuela la que dejaba colgada una túnica de terciopelo morado con un precioso escapulario y un cíngulo de siete vueltas enrollado en una bolsa. A su vera, un cartón cónico desnudo aguardaba la hora de revestirse conmigo. Sin embargo, hoy he cambiado el terciopelo por el tergal y el capirote por la faraona. Y aunque no esté mi abuela para prepararla ni mi padre para doblarla, el rito es el mismo porque sigue estando ella, la compañera fugaz de las seis horas en que permanezco oculto entre mis clones morados.

Una vez escuché a Salvador Marín Hueso que la túnica de nazareno (y lo hago extensible a todo aquel que porte túnica y se sienta nazareno, aunque no procesione como tal) hay que amarla. Amarla en el sentido del vínculo indisoluble que concertamos con ella. Es un amor que se proclama hasta que la entrada de la cofradía separa a los dos amantes. De ahí en adelante, vuelve al recuerdo de una llama que nunca se apaga y que se aviva conforme se aproxima la hora de salida del año siguiente. Para el nazareno, su túnica es mucho más que un hábito. Es su tesoro.

Amar la túnica entraña, entre otras cosas, no prostituir su función, que no es otra que la estrictamente penitencial. Cada cosa tiene su lugar, y el de la túnica no es otro que una procesión. Los cofrades, que somos expertos en dictaminar los rangos de pureza a nuestro antojo, no hemos encontrado la fórmula mágica para que ningún participante de la procesión se pasee con su túnica, disfrazado de nazareno, antes y/o después de la procesión. Aunque sea más efectiva la prohibición tajante, se antoja más gratificante inculcar el amor a la túnica. La primera medida consigue resultados inmediatos, la segunda frutos imperecederos. ¿Infravaloramos la capacidad de comprensión de los integrantes de los cortejos? ¿Ponemos el suficiente empeño en explicar su sentido? ¿Tratamos de dar a conocer la diferencia entre «ser nazareno» y «vestir de nazareno»?

Mientras me hago todas estas preguntas, escudriño las respuestas en el atemporal alegato nazareno de Rafael de las Peñas en su pregón del año pasado. A la vez, guardo mi túnica, mi aliada a los pies del Nazareno. Mañana es su gran noche porque también es la mía.

Paisano, no te pasees con la túnica por las calles. Ser nazareno es algo íntimo para satisfacción personal. Tu túnica nazarena, que velará tu anonimato, te estará eternamente agradecida si antes y después de la procesión velas tú el suyo.