Me gustaría poder decirles que estuve en el primer concierto de la Orquesta Filarmónica de Málaga -entonces Orquesta Ciudad de Málaga-, allá por 1991, pero no es así. Quizás lo decoroso sería mentirles y asegurarles que viví el nacimiento de una institución cultural en mi ciudad con anticipación y cierta expectación. Pero para qué. Yo estaba totalmente ajeno a la clásica, quizás hasta me repateara un poco, por tanto aficionado que para referirse a ella emplea expresiones tan despectivas como la gran música o la música culta. Yo, por aquel entonces, hace 25 años, era muy heavy: a mis 15, lo mío era el death metal de Florida y el black escandinavo; había bastante más en mi dieta melómana -rock progresivo, hip hop, pop, alternativo, etc- pero nada de música interpretada por señoras y señores vestidos de etiqueta. Pero, sobre todo, soy un oyente curioso, y en 1991 me compré mi primer cedé de clásica: Sinfonía fantástica, de Berlioz, bajo la dirección de Janos Ferencsik para el sello Hungaroton. Que empezara por esto en concreto obedecía a una razón: había leído que en algún momento de la pieza se narraba musicalmente un aquelarre y se escuchaban las campanas de la muerte; como comprenderán, el adolescente metalero que ocupaba mi cuerpo entonces se relamía con fruición...

También me gustaría decirles que la primera audición de aquel disco fue una epifanía. No lo fue. La música del compositor francés no me impresionó -¡aquello no era oscuro ni diabólico!- pero lo peor de todo era que se trataba de una grabación en vivo: durante toda la interpretación, las toses y los estornudos opacaban el sonido de la orquesta hasta la exasperación; concretamente, había un señor al que por cuya tos no le habría dado más de tres meses de vida. Así que, molesto y desanimado, dejé que aquella sinfonía para orquesta y toses se quedara arrinconada y casi invisible en la peor estantería de mi discoteca.

Poco tiempo después, una repentina y poco duradera obsesión por Frank Zappa me llevó a una más fructífera obsesión por su maestro putativo, el compositor de vanguardia Edgar Varèse. Descubrí en un vídeo que me prestó nosequién a un puñado de señores en chaqué pegando zambombazos a diferentes instrumentos percusivos y empleándose hasta con sirenas. No entendí un carajo, por supuesto, pero lo disfruté enormemente.

A partir de ahí me adentré en los popes de la contemporánea sin conocimiento alguno de teoría y praxis musicales pero con ganas de descubrir locuras -¡el eructo en pleno Le grand macabre, de Ligeti! ¡Cada miembro del cuarteto de cuerda tocando en un helicóptero diferente por indicación de Stockhausen!- y, por qué no admitirlo, para marcarme uno de esos puntos epatantes con los colegas de aquellos años, poco dados a estos alardes. Quizás por esa estúpida necesidad de epatar me alejé voluntariamente de los nombres sacrosantos de la clásica, los Beethoven, Mahler, Mozart, Haydn et al, cuyas obras suelen ser la base de los programa de orquestas como la Filarmónica de Málaga. Y yo, que a esas alturas ya había acudido a alguno de los recitales de la OFM, me seguía sintiendo ajeno a ella, a esa forma de concebir y disfrutar la música.

Y llegó a mi vida la mujer que es ahora mi mujer. Melómana más desprejuiciada, intuitiva y, muy especialmente, menos esnob que quien les escribe, me introdujo en la música clásica más clásica, la que yo identificaba con músicos que parecían más mecanógrafos que intérpretes. Ella, que no es de aquí -no es que sea extraterrestre, que conste-, rápidamente se interesó por la orquesta de su nueva ciudad y ahí que fuimos a uno de sus conciertos.

Fue en la temporada 2014-2015, en la interpretación de la Sinfonía número 4 de Brahms, cuando empezó lo mío con la Orquesta Filarmónica de Málaga. Esta partitura del maestro de Hamburgo tenía todas las papeletas para que yo le hubiera endosado la etiqueta de convencionalidad aburrida pero, curioso, en varios momentos me salió alguna lágrima. Creo que fue porque me sentí, de alguna manera, abrumado por el tamaño, emoción y humanidad de todo aquello. Me sentí muy poquita cosa y eso, en estos tiempos en los que diseñamos todo partiendo de nuestra medida, me reconfortó. Como la mano de mi mujer, siempre atenta, cogiendo la mía al verme, creo, acongojado por una reacción sorpresiva para mí.

Desde entonces, no hemos faltado ni un solo fin de semana a la cita con la Filarmónica. Y me he aficionado a vaciar los estantes de clásica en las tiendas y catálogos de discos: mi colección es modesta -sigo sin ser un melómano de pro, ni ya a estas alturas lo pretendo- pero provechosa. Por ejemplo, mi cofrecito con las sinfonías de Beethoven por Karajan es una de mis posesiones más preciadas, por algunas razones además de las evidentes. Sólo mi mujer y yo sabemos -bueno, hasta ahora- lo que nos ayudó en los últimos días de nuestra gata: solíamos ponerle cosas de Schubert, Haendel y Beethoven, claro, que ella recibía con un cuerpo tranquilo, preparado para reposar al fin, y una mirada, de verdad, de comprensión infinita.

Hoy, un año después de aquello, me alegro tanto de haberle procurado aquello a mi pequeña. Y fue gracias a la Filarmónica: ni Manuel Hernández-Silva ni ninguno de sus músicos tienen la más remota idea de que me han guiado por un camino que va hacia dentro de mí mismo. Como me ocurrió con mi mujer, la OFM ha supuesto una experiencia transcendental que solo podría describir de una manera: pasar de la bidimensionalidad a la tridimensionalidad, de lo plano a lo hondo, con profundidad... Como si les estuviera escuchando: «Llama pequeña a su gata», «Habla de caminos interiores»... Sí, soy consciente de que pueden pensar que ambiciono ser un gurú de la autoayuda o que, simplemente, soy un intenso de la vida, pero, lo siento, no se me ocurre otra forma de describir lo que siento.

Hace una semana, fuimos tres al Teatro Cervantes para ver y oír a la Filarmónica: sí, mi mujer está embarazada. Fue el primer concierto de mi hijo, del que sólo espero que sea bastante menos estúpido y esnob que su padre y se acerque mucho antes que él a disfrutar de su orquesta. Mientras sonaban las Danzas polovtsianas, de Borodin, pasé una mano por la barriga de mi mujer; quería decirle al bebé que aquí le esperamos su madre, un servidor y toda esta maravillosa música y esos estupendos músicos, lo más cercano a unos médiums de los que dispongo, los señores y señoras que me ayudaron a aceptarme, comprenderme y disfrutar. Sin más. Fíjense que hasta el otro día, después de zurrarle al equipo con un disco de death metal de Florida -no, no he abandonado el heavy-, me puse el cedé aquel de la Sinfonía fantástica y sentí cada tos del respetable como pentagramada al detalle por Berlioz. A veces, el universo y sus cosas parecen en orden perfecto, lógico y feliz. A mí me pasa cuando escucho a la OFM. Si van hoy al Teatro Cervantes, nos verán a los tres -bueno, a uno no-, emocionados por el cierre de una temporada especial, la del vigésimo quinto aniversario, y expectantes ante los conciertos de la que viene. La vida y la música, qué cosas tienen...