Los hombres de negocios que recorren Estados Unidos de costa a costa, esos que se pasan media vida acumulando millas de vuelo para canjearlas en unas vacaciones que nunca llegan, dicen que hay un truco infalible para relajarse tras un viaje continental: descalzarse y andar por la moqueta, abriendo y cerrando al tiempo los dedos de los pies. Así se lo contaron a John McClane, un rudo policía de Nueva York, durante un vuelo a Los Ángeles para pasar las navidades con una esposa a medio latido de convertirse en ex.

El poli, novato en eso de volar, hizo caso. Y en esas estaba, moqueta adelante, moqueta atrás, cuando un grupo de presuntos terroristas con acento alemán tomaron al asalto el rascacielos de la empresa Nakatomi, en el que el pobre McClane trataba de recomponer su maltrecho matrimonio. El resto es historia del cine.

En julio de 1988, hace ahora treinta años, John McClane aterrizaba en las pantallas norteamericanas para revolucionar el cine de acción, género revientataquillas en la época. A España llegaría en septiembre, con el título mutado del Die Hard original a La jungla de cristal, por aquello de los ventanales del rascacielos y su manía de reventar al paso del policía descalzo. Tanto daba: fue un éxito mundial y una película que tuvo una influencia mayúscula en el cine comercial posterior, además del título que catapultó al estrellato a su protagonista: el carismático Bruce Willis.

Schwarzenegger y Stallone

Casi nadie en Hollywood creía en un proyecto que llevaba más de una década saltando de estudio a estudio. Y muy pocos daban un centavo por Willis como héroe de acción, por más que en la tele partiese la pana como detective socarrón en Luz de luna. Pero después de que todos los madelman de la época, Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone incluidos, rechazasen el papel, llegó el momento de Willis. Paradojas de la vida, La jungla de cristal acabaría enterrando al héroe hormonado de músculos de acero.

Con Willis entró en el proyecto John McTiernan, un director con un talento innato para la acción, que venía de firmar una obra clave de la ciencia ficción ochentera: Depredador. También, por estrecheces presupuestarias, un villano reclutado directamente desde las tablas: el británico Alan Rickman, que debutaba en el cine encarnando a Hans Gruber.

Inesperadamente, el cóctel resultó. McTiernan dotó al filme de un ritmo soberbio, y Willis y Rickman crearon dos personajes memorables. Sobre todo el primero, que subvirtió la imagen del ´héroe de una pieza´ con ese policía ingenioso y deslenguado, vulnerable y falible, que suda y sangra como cualquier obrero y al que encima habían pillado descalzo. Un héroe muy alejado de un Gary Cooper o incluso un Roy Rogers, por más que tomase prestada esa icónica frase, Yippee ki ay, de la canción I´m An Old Cowhand From The Rio Grande, que Rogers interpreta en King of the Cowboys.

La película quintuplicó en la taquilla mundial sus 28 millones de dólares de presupuesto. Al año siguiente, todas las productoras querían hacer su propia La jungla de cristal, y las pantallas se llenaron de tipos normales atrapados en espacios cerrados en medio de una gran crisis. Pero ninguno llegó a la altura del original, ese héroe descalzo que estaba, en el momento correcto, en el lugar equivocado.