Mucho antes que Antonio Banderas o aquel exótico Antonio a secas que proclamó Melanie Griffith, existió Jose. Aquel niño de la céntrica calle Sebastián Souvirón quería hacerse grande para sacar tronos en la Semana Santa de Málaga y triunfar como futbolista en primera división con el equipo de su ciudad. Se llamaba -y se llama- José Antonio Domínguez Bandera, tal y como reza en su carnet de jugador del Puerto Malagueño en la temporada 1974/1975. Justo en esa época, cuando apenas contaba con 14 años, empezó a actuar en funciones de teatro por los pueblos.

El veneno de actor lo sintió la primera vez que se sentó en un patio de butacas y, luego, dibujó una cara de póker en el rostro de sus padres en cuanto les confesó que él también iba a ganarse la vida sobre un escenario. Se matriculó en Arte Dramático y no tardó en recorrerse Andalucía dentro de un camión de segunda mano para hacer teatro de calle. Quienes le acompañaban en sus inicios le recuerdan como uno de los pocos miembros de la troupe que se tomaba en serio aquel oficio. Era tan espabilado que le consiguió a la compañía Dintel, que había fundado con unos amigos en la penumbra de un pub, una cita con la aristócrata esposa de Edgar Neville que socorría como mecenas a la gente del teatro: Ángeles Rubio-Argüelles.

Con ella firmaron un contrato simbólico de una sola peseta. Y al estilo de los corrales de comedias, representaron obras a las que se sumaban espontáneos que no ensayaban. Como un tal Joaquín Sabina, quien cantaba a cambio de las copas en el bar del director de Dintel, Miguel Gallego. Fue poco a clase y se curtió en diversos géneros: musicales, obras de Shakespeare, tragedias griegas y farsas españolas.

«Nos financiaba una condesa con la que yo flirteaba un poco», admitió ya convertido en estrella Antonio Banderas al remontarse a una etapa a la que puso fin en la frontera de la mayoría de edad. Con solo 18 años, se decidió a saltar al vacío y atravesó Despeñaperros subido a un tren con 15.000 pesetas en el bolsillo. Aquel puñadito de billetes era su pasaporte a la mala vida en Madrid. Trabajó de camarero y en unos grandes almacenes, mientras iba seduciendo al gremio vinculado a la interpretación. Lo mismo cautivaba a Lluis Pasqual, recién dimitido en su Teatro del Soho, que a Juan Diego: «No lo conocía hasta que lo vi una noche en el teatro. Él hacía la obra con Alfredo Alcón y me pregunté: ¿Este Antonio Banderas quién es? Luego fui y le dije: Eres guapo que te cagas y además muy buen actor», recuerda el sevillano.

Además, en 1982, se cruzó en su camino Pedro Almodóvar. Empezó con Laberinto de pasiones y, a continuación, se le vio en La ley del deseo, Mujeres al borde de un ataque de nervios y Átame. De hecho, al cineasta manchego se le considera el culpable de su salto a EEUU. Y no, precisamente, porque lo llevó a la gala de los Oscar en 1988 cuando fue nominada Mujeres... La causa real, para muchos, fue que el director urdió la famosa cena en Madrid con Madonna en la que se encuentra el germen de la fama internacional del malagueño. Después de que la cantante relatase en un documental que aquella noche acosó al actor, medio mundo se preguntó quién era aquel latin lover. Gracias a la diva y al cine de Almodóvar, consiguió en 1992 su primer papel en Hollywood, a pesar de que en la prueba jamás le dijo al director de Los reyes del mambo, Arne Glimcher, que aún no sabía hablar en inglés.

A posteriori, llegaron trabajos de secundario en Philadelphia y Entrevista con el vampiro como antesala al fructífero 1995, cuando se enfrentó en Asesinos a Stallone, protagonizó Desperado y le ofrecieron el musical Evita con Madonna. Todavía comentan los envidiosos que aquel progreso tan meteórico se debió a que en el rodaje de Two much, a las órdenes Fernando Trueba, había conocido a Melanie Griffith, quien a la postre sería su segunda mujer tras un primer matrimonio en 1987 con la actriz Ana Leza. La vida en familia con la hija de Tippi Hedren le llevó a sentir la necesidad de traspasar el registro de guaperas de películas comerciales, en el que se había encasillado tras El zorro. Así, en 1999 estrenó con su esposa Melanie Griffith como protagonista Locos en Alabama, su primera experiencia como director.

Un lustro después, se aferró de nuevo a la claqueta con El camino de los ingleses, una adaptación de la novela homónima de Antonio Soler que lo transportó a la Málaga de su juventud. Aquel proyecto encerraba, en sí mismo, una declaración de intenciones para ir regresando paulatinamente a la ciudad de su infancia, con visitas que ya no solo se reducían a su participación activa en la Semana Santa. Por aquel entonces, ya se había vinculado a negocios como la cadena hostelera La posada de Antonio o la productora Green Moon, en los que afloraron sus altibajos como gestor al igual que ahora está sucediendo con el Teatro del Soho.

En cuanto cumplió los 50 años, ese atisbo de retornos ya consumados también le puso en el horizonte un nuevo rodaje, casi 30 años después, con Almodóvar. De aquel reencuentro que lo transformó en el cirujano obseso de La piel que habito parte, indudablemente, la renovada comunión que ha estallado en esa Dolor y gloria que tantos premios le ha regalado, con el Goya en su Málaga y la nominación al Oscar como grandes acicates.

Ahora, con su Teatro del Soho CaixaBank, Banderas ha doblado la apuesta en el viaje con billete de vuelta a las raíces que emprendió hace unos años. La implicación empezó a ser incuestionable en cuanto se le vio bajarse en Las Delicias para arremangarse en los ensayos. La postal en la que actúa acompañando a un joven elenco podría recordarnos su solvencia en este género y el éxito que cosechó bajo los neones de Broadway, cuando se metió en la piel de un gigoló en Nine.

La verdadera carga de simbolismo es otra y va más allá. La experiencia cierra el círculo y lo devuelve al principiante que, en los años 70, rondó los mentideros teatrales o llegó a hacer por discotecas y colegios un Jesucristo Superstar con el sello asambleario del teatro independiente de la época. Puede, además, que cualquiera de estas tardes en las que ha bajado de su ático de Alcazabilla para dirigirse a su teatro, Banderas se haya reencontrado con el joven que se subía vestido de romano a una Vespino para dirigirse a las representaciones que se celebraban, precisamente, en el anfiteatro que se sitúa frente a la terraza a la que ahora se asoma, desde su céntrico hogar, en su retorno definitivo a la cuna natal.