El autor y director de la Casa Gerald Brenan, Alfredo Taján, acaba de publicar un libro de relatos, El retrato de Doris Day, un pequeño gran cosmos personal e intransferible poblado por dandies, vampiros, escritores de renombre, alcaldes de pueblo y espías.

Leo en uno de los relatos: «Me es imposible evitar la atracción por los libros, patología que me transforma en un especial prototipo de Anobium, escarabajo devorador de documentos». ¿Es un autorretrato?

No del todo. Conozco a personas, y muy cercanas, que entrarían de lleno en esa patología que les hace perseguir durante años ediciones diferentes de un mismo título; yo no estoy «tan enfermo», pero, lo cierto es que, ya en la infancia, determinados libros, sobre todo las biografías históricas, me obsesionaban, y aún me obsesionan, y, sin ir más lejos, en la calle, si de repente desaparecía, mis padres sabían dónde seguro podían encontrarme: delante del escaparate de una librería, extasiado con las cubiertas de las novedades editoriales. Traigo a colación una anécdota. Para mi undécimo cumpleaños le pedí a mi padre una novela histórica titulada La Quinta Reina, de Ford Madox Ford. Recuerdo que recorrimos de arriba abajo calle Corrientes hasta que dimos con el ejemplar, y también recuerdo que mi padre, al ir a pagar, fue reconvenido por la librera: «Este libro no será para el chico, ¿no?». «Sí, señora, es para el chico, ¿ocurre algo?». Le digo que no puedo vendérselo, este libro contiene escenas escabrosas no recomendadas para alguien de la edad de su hijo». Y parece que estoy escuchando la voz de mi padre: «Usted me va a vender ese libro, porque se lo pido yo y mi hijo está bajo mi responsabilidad. Lo demás es cuenta mía».

El retrato de Doris Day puede verse como un catálogo de sus obsesiones, un cosmos en forma de gabinete poblado por espías, vampiros, terrores de todo tipo, dandies. ¿Se conoce mejor al ser humano por este tipo de pulsiones?

Dentro de cada ser humano hay un sinfín de ángeles y demonios, no somos más que la proyección de ambos, depende de la hora del día, como escribió William Blake. Yo añadiría que las anomalías forman parte de la razón, sin locura no hay cordura, sin demencia no hay sensatez, somos una constante contradicción. Wilde aseguraba que «la mayoría de las personas son otras personas. La mayoría de los santos descendieron antes a los estratos más viles de la escala social».

El placer y el terror suelen aparecen juntos, de la mano, paseando en estos relatos. ¿Es una alianza indisoluble?

Los personajes de este libro de cuentos son tan fantásticos e irreales que, a la vez, pertenecen a la pura realidad. Lo que indicas de «placer y terror» se encuentra en uno de los relatos que componen el libro, titulado Rojo manantial de juventud, que no es sino un descarado homenaje a la vampira -o asesina en serie- más abyecta de la Historia, que va mucho más allá que aquellos que la antecedieron, y de los que la precederían, como Gilles de Rais o el conde Drácula. Me refiero a la condesa húngara Erzébeth Báthory, que asesinó, torturó y desangró a más de seiscientas jóvenes, en la creencia de que la sangre le daría el poder de la eterna juventud. No sé si debería confesarlo, pero he disfrutado mucho escribiéndolo, y a la vez, me ha poseído una extraña y malsana sensación de que siempre se puede ir más allá.

Me interesan los relatos de autoficción de este libro. ¿Le gustaría acabar siendo un personaje, ser más recordado como personaje o escritor que como persona?

Todos y cada uno de los relatos que conforman El retrato de Doris Day son autobiográficos. Me baso en anécdotas reales, cosas que me ocurrieron realmente. Pero le digo algo de lo que estoy seguro: la existencia se convierte en algo mucho más interesante en cuanto es narrada y reinterpretada en la ficción, la narrativa no es sino una reconsideración de la brutal mediocridad que nos rodea. En cualquier caso, yo no quiero ser recordado como algo más allá de mí mismo, el narciso que hay en mí se conforma con que alguna ocurrencia salida de mi puño y letra forme parte de un diccionario de frases célebres que escribieron algunos tipos interesantes. Con eso se saciaría absolutamente mi ego literario.

Aparecen muchos de sus ídolos, espejos y amigos en este libro y terminan formando, a través de afinidades electivas, como diría Goethe, un pequeño universo conjunto. «Hay que tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina pareciéndose a ellos», dijo Borges. Usted, ¿cómo y por qué elige usted a sus ídolos, espejos y amigos que termina incluyendo en sus páginas?

Yo no elijo a los que usted llama «mis ídolos»; al contrario, ellos me han elegido a mí, en un sensacional, reiterativo, asfixiante e insano proceso de toma y daca. Creo que las técnicas de apropiación forman parte de una terapia más que de una entrevista.

El filósofo Santiago Alba Rico recordaba hace poco que hace un siglo la nostalgia se consideraba una enfermedad. Sin embargo, para usted, con el cosmopolitismo y el hambre de exquisitez, es la clave de su obra, ¿no cree? Quizás sea un hombre enfermo de nostalgia.

Me gusta eso de «hambre de exquisitez» si se le quita algo de pose macabra. En El retrato de Doris Day se exhiben una serie de mitos culturales -referentes literarios, históricos, artísticos, arquitectónicos y musicales- con los que he convivido desde mi niñez, sin alardear de ninguno de ellos, salvo de su naturaleza dúctil y mimética, de su don preciado de la metamorfosis. En cuanto a lo del «ser nostálgico», me lo repiten una y otra vez, pero yo no me veo como un escritor nostálgico sino como un escritor que se recrea en personajes desfallecidos que buscan la identidad perdida en lugares o no-lugares delineados algunas veces con una paleta mórbida, otras, en cambio, con un aliento crítico y sarcástico.

Advierto un cierto tono crepuscular en muchos de los relatos.

Quizá sí. No lo sé. Crear el ambiente es fundamental, como, salvando las distancias, Brian Eno lo hacía en Roxy Music, y luego en sus trabajos posteriores. La verdad, creo que, al menos, en el último cuento de este libro, Un inmortal llamado Dorian, el adjetivo crepuscular, que utilizas, encaja al cien por cien, porque el invierno en el Buenos Aires austral es frío, solitario, insolente y noctívago.