Fue como un resorte mental, una puerta vocacional que se le abría un poco más cada vez que acudía al campo a ver jugar a su hermano mayor, en el Malaka, y su padre, un gran forofo, si perdía le echaba la culpa al árbitro. «La culpa no era del equipo, al que le habían metido siete goles, sino del árbitro, eso me interesó», comenta el malagueño Daniel Madueño. Y fue por entonces, con 10 u 11 años, cuando se acercó a un árbitro y le comentó que quería ser como él.

«Tuve que esperar unos años, porque hasta los 14 no podía entrar, fui a apuntarme con mi madre, no dijimos nada a mi padre», cuenta. Ese primer día se encontró con un profesor muy especial que estaba en la cima de la popularidad: Antonio Jesús López Nieto.

En total, casi 12 años de carrera, hasta los 25 años, cuando dejó el silbato. Hoy, este malagueño de Huelin, que acaba de ser padre primerizo de una niña esta misma semana, tiene 33. «La gente cree que arbitrar te ocupa sólo dos horas a la semana pero a medida que avanzas es el fin de semana entero porque llegas el día antes y pitas al siguiente por la tarde. Y si trabajas de lunes a viernes y le dices a tu mujer o a tu novia que te vas todos los fines de semana...», resalta.

En todo ese tiempo siempre escuchó a más de un compañero eso de «tengo para escribir un libro», pero lo cierto es que memorias del ramo son casi inexistentes, así que finalmente Daniel Madueño, un gran amante de la lectura, saltó al campo de la escritura. «Desde los 17 ó 18 años apuntaba las cosas que me pasaban, pero sin pensar en publicarlas y luego empecé a recoger las de los compañeros».

El exárbitro no quiso escribir una recopilación de anécdotas, sino una novela en toda regla, con muchas pinceladas autobiográficas y un título tan impactante como real, ¡Árbitro, cabrón! (Avar ediciones), presentado el pasado mes en el Instituto Andaluz del Deporte.

«El título del libro es lo que más te dicen en el campo. Ya no eres Daniel Madueño sino que tu nombre es Árbitro y tu apellido Cabrón», bromea. A este respecto, confiesa que al principio cuesta acostumbrarse a recibir tantos insultos. «El primer año lo pasas fatal, luego es una musiquilla que tienes ahí, siempre que sólo sea eso y no agresiones».

En el libro no faltan momentos reales como el trato sibilino dado a los árbitros de categorías inferiores cuando no arbitran como merece el equipo de casa. «No hay sobornos, el soborno es que te diga el delegado, en pleno invierno, que no tienen agua caliente y te tienes que duchar con agua fría, o que te paguen 10.000 pesetas en pesetas, con un saco, eso lo he vivido».

También recoge ese claro fuera de juego que pitó con 15 años en el Tiro de Pichón y que motivó que el frustrado delantero le insultara gravemente a la cara. Fue expulsado y al rato, su propio padre, que no se perdía los partidos de su hijo árbitro, le llamó desde la grada: el jugador expulsado sostenía un pedrusco para tirárselo encima. Por suerte, su padre se le echó encima y le libró de unos puntos en la cabeza. Fue sin duda su peor momento pero en general, recomienda a todo joven con vocación de árbitro que cumpla su sueño. Los momentos buenos son la mayoría y no hay nada como pitar el final «y que nadie te diga nada, eso es que lo has tenido que hacer bien».