El código que pone en marcha cada libro de Éric Vuillard protege algún aspecto clave de la época actual mediante la reconfiguración de un momento histórico. Libros compactos y punzantes sobre la caída del imperio inca (Conquistadors, 2009), la expansión colonial (Congo, 2012), que indagan en el reverso de la conquista del Oeste (Tristeza de la tierra, Errata Naturae, 2015) o los detalles que en una reunión secreta llevan a Hitler al poder (El orden del día, Tusquets, 2018; Premio Goncourt 2017). Vuillard busca en la historia los puntos de ruptura, las claves que nos han conducido hasta donde estamos hoy, las causas que han perpetrado la dominación de Occidente o que han propiciado un incremento vertiginoso de las desigualdades sociales.

En El orden del día, un grupo de 24 industriales se reúnen un lunes de 1933 en presencia de Hitler para acceder a financiar su campaña electoral, evitar de ese modo el auge del comunismo y entrar en una supuesta era de prosperidad. Entre ellas, Opel, Siemens, Bayer, Allianz o Telefunken: «Son nuestros coches, nuestras lavadoras, nuestros artículos de limpieza, radios despertadores, el seguro de nuestra casa, la pila de nuestro reloj. Están ahí, por todas partes, bajo la forma de las cosas. Nuestra vida cotidiana es la suya». Esos puntos de ruptura comprometen la literatura de Vuillard hacia una repolitización de la escritura.

14 de julio es la novela anterior al éxito de El orden del día y recrea la toma de La Bastilla el 14 de julio de 1789. La Revolución Francesa fue, sobre todo, parisina, y el destino político del mundo moderno se dirimió en esa ciudad. París se convirtió desde entonces en una ciudad insurgente y, sobre todo, en un personaje de novela. 14 de julio recrea un momento histórico desde la conciencia de que la Historia la construyen, pero no la escriben, los ciudadanos anónimos. Vuillard evita toda panorámica desde lo alto y su punto de vista se sitúa en el suelo, a pie de calle, fundiéndose con la multitud que ese día sale de su casa, de los comercios, de los talleres, en dirección a la Bastilla: «Teniendo en cuenta que fue una mayoría anónima la que salió victoriosa aquel día, había que indagar en los archivos, los de la policía, que es donde se halla la memoria de la gente humilde». Esa lista oficial de los archivos de la policía tiene 954 nombres de personas que tomaron la Bastilla y el autor rescata una parte significativa para devolver el acontecimiento a la multitud sin rostro. Lo hace mediante un método de composición semejante al montaje cinematográfico, actividad que, por otro lado, ha practicado como director de las películas L’homme qui marche y Matheo Falcone. Un estilo minimalista, de fraseo corto, que incide en la inmediatez, en el detalle del primer plano, en la plasticidad de lo vivido por sus protagonistas. No se inventa nada, los hechos siempre son los hechos: «Como lector me siento cada vez más ávido de realidad, de obtener claves de comprensión». De hecho, Vuillard no concibe la posibilidad de inventarse secuencias dialogadas en sus textos, no hay diálogos ni entrecomillados, le importa lo que hay de verdad bajo la alfombra de la Historia oficial sin inventar falsas réplicas.

Por ello, la historia pierde su condición de mito y se convierte en algo cotidiano. Un discurso incompleto que el autor va construyendo subjetivamente. Aborda una de las grandes jornadas de la Historia, el martes 14 de julio de 1789, desde el detalle que quedó fuera de foco. Sus escenas minimalistas nos transmiten algo de forma más cercana y verídica que los grandes acontecimientos, pues se originan en el polvo y barro de lo cotidiano. De ahí la importancia del matiz: los chiquillos que alborotan, los perros que ladran, las ruedas de una carreta contra el pavimento. Sonidos, olores, impulsos bajo una mirada que intenta prestar atención a momentos muy sutiles, siempre basando su relato en documentos, repensando lo que ya sabemos, pero moviendo un poco el foco, centrándose en las anécdotas, conocidas u olvidadas, que nos permiten conocer mejor los acontecimientos y caer en la cuenta de que cataclismos de una magnitud tal como el ascenso de Hitler al poder o la toma de la Bastilla se inician de una manera muy poco ceremoniosa.

Vuillard afronta esa escritura retrospectiva siempre desde el presente de indicativo, utilizando el pasado como recurso para poder rastrear ciertas claves que es imposible hallar en el presente por falta de perspectiva. Repensar desde la perspectiva histórica de 14 de julio la crisis de 2008, donde aflora un clima social latente en las últimas tres décadas con el incremento vertiginoso de la desigualdad, supone poner en práctica la responsabilidad política individual que consiste en reflexionar sobre algo colectivo. Y lo colectivo viene en este caso de mano de toda una ciudad representada por los nombres propios de figuras que vemos a lo lejos, como Louis Tournay, el carretero de veinte años que se cuela el primero en el patio de la Bastilla y se queda solo durante unos minutos, al otro lado de la vida, frente al pequeño puente levadizo que conduce hasta la puerta de la ciudadela. Luego llega el segundo, un tal Borremère, y ya son dos, mientras sus compañeros hacen el payaso por los tejados vecinos antes de saltar al patio. Los protagonistas de Vuillard son los patinadores al fondo del cuadro de Brueghel.