Escribir desde una mirada lateral y una observación forense de la que levanta acta con ferocidad verbal y un relámpago de poesía en el jaque del final. Así, entre Pedro Mairal en el prólogo y yo, se puede definir el libro de horas de Leila Guerriero, 'Teoría de la gravedad'. Hermoso, etéreo, introspectivo y nube de blanco en mitad de la negrura del café con aroma a literatura. Una literatura que tiene mucho de diario espejo donde se reflejan las volandas de lo cotidiano mediante pequeñas historias de eficacia fresca, de hábitos y recuerdos, de miradas alrededor de todos los mundos que conforman las identidades de lo que somos. Historias bellas, frágiles, hondas, diminutas, fugaces, llenas de colores y sus matices, de rostros de humanidad rasgada y de emociones en primer en plano, de jornadas que transcurrieron en el pasado y de repente vuelven a suceder en el presente. Un libro como el de las preguntas de Neruda y un manual acerca de como no olvidar las cosas que se olvidan en el que Leila Guerriero confecciona un secreto álbum de cromos a los que le pone suave la mano encima y de un salto coloca bocarriba los recuerdos, las sombras, las nostalgias y sus melancolías. Otras veces les coloca la mano encima y de un salto los coloca boca abajo para enseñarnos lo que esconde un gesto, la pequeña felicidad de un acto de rutina, el gato que todo lo acecha en secreto o la esquina que a veces se dobla y te cambia la cara de lo que ocurre entre un martes y un miércoles.

Leila Guerriero nos cuenta de todo acerca de todo. La familia en la que un padre aguanta con coraje la mano moribunda de su esposa para que no aprecie el tirón frío de la muerte. El mismo que un día te golpea la rebeldía con la mirada de la que escapar por la salida de emergencia abordo de un Torino con la Biblia de una banda de música como pasaporte. Nos cuenta en voz baja de la niña que quería ser John Wayne o un cowboy sin horizonte fijo, cuando los atarderes son el continuará del viaje. O de la mujer que hace la lista de todo lo que resuelve a lo largo de un día sin dejar de leer un libro de poemas de Charles Simic. Habla de los debería que nos deja pendientes la vida o de los que nosotros le adeudamos a ella; sobre la vocación de escribir a los dicienueve o de los recuerdos de lo vivido que se convierten en objetos de escritorio, en cadáveres a los que insuflarles un poco de existencia nueva soplándole desde la escritura. Y no se deja fuera de estas fotografías impresas que van conformando su autorretrato, sin ella dentro pero sí con sus huellas y ese perfil en blanco que se mueve libre entre la lectura de un libro y otro, las imágenes que toma el hombre que ama y que se enamora de las costillas de Ute Lemper; la belleza de una rama que agita de repente el viento; los versos de Stella Diaz Varín sobre los muertos que uno quiere que sigan estando presentes; el olor a Roscón de Reyes de una panadería; la mujer que se compra jazmines los primeros días de primavera y le gusta mirar caballos sueltos en el campo y despertarse abrazada al amor, al deseo y al entusiasmo. La misma que no quiere sentir nunca indiferencia y sabe que existen días tan de ella, lo mismo que de conmigo, en los que uno está lleno de silencio.

teoría de la gravedad en la textura de lo que escribe Leila Guerriero desde la poesía de su prosa en moleskine de prensa y desde la que utiliza para abrochar sus relatos con pellizco y aroma, casi a modo de moraleja lírica. Sylvia Plath, Anne Carson, Louise Glück, Mariano Blaft, Ricardo Piglia, Nicanor Parra, Kavafis, y otros más de cuyas lecturas viene mientras escribe como quien amasa el pan para alimentarnos de saudade, de ternura, de cicatrices de las que se aprenden y de esperanza para cruzar de un lado a otro sobre el alambre de la vida con vértigo y aquel cielo del Traveller de la Rayuela de Cortázar.