Los cuentos son una piel que une a los padres con los hijos. A través de ellos el afecto instructor de los adultos estimula la epidermis de la imaginación de sus pequeños para que se curta ese territorio del cuerpo que irá conteniendo su currículum sentimental, y que anticipará su futuro. De ese modo, el narrador del libro de Sergio del Molino va tatuando en la memoria cutánea de su hijo las metáforas del amor, de la enfermedad, del deseo, de la sexualidad, del dolor, del racismo, de la ternura y del hedonismo, de la superación de las marginaciones y las inseguridades. De la metamorfosis que siempre muda de piel en los cuentos de brujas y en los de hadas, en los de los monstruos que escondemos dentro y de los que se escriben como un doble del yo en un juego de liberación. Con ese propósito de bocamanga de la realidad y de encantamiento de lo literario, Sergio del Molino convierte su narración en la desnudez de las capas de una cebolla que va desprendiendo con esmero literario, con el humor provocador que le caracteriza, con el tono ensayístico que late bajo todo lo que aborda desde una perspectiva sociológica, y la metaliteratura que define su cartografía personal.

Un acierto el darle ese tratamiento de matrioska a las 14 piezas sobre la soriasis que descamó las vidas y la obra de los diferentes personajes sobre los que el autor revela la intimidad de su enfermedad. Stalin en la piscina de verano de Sochi firmando sentencias de muerte orquestadas entre el enano Yezhoz y el fabulador Vishinki que se inventaba el relato de culpabilidad de los acusados, mientras el hijo adoptivo del dictador lo contempla fundirse en el agua donde la piel se calma. Agua termal como la de Alhama en cuyo balneario se refugia el narrador a disfrutar del sexo después del lodo, mientras prosiguen las historias de los monstruos incomprendidos y marginados como Frankenstein, Quasimodo o Dart Vader con su piel destruida. Criaturas a las que les contrapone el sublime personaje de Conejo creado por John Updike en una divertida metáfora acerca de los adjetivos bien planchados en la reseña sobre el traje de un escritor para el que la piel tiene también un color del deseo. Aborda esta cirugía singular otros eccemas, escozores, efélides y eritemas con los nombres de Cindy Lauper, del negro de Banyoles, de Félix von Luschan y su pantone para el manto epicutáneo con 36 clases diferentes para segregar y jerarquizar, y de Nabokov obsesionado con la sangre delatora de la enfermedad de esa piel que se vuelve ágrafa sin los besos, como dice del Molino que también le dedica letras en su canción a las mujeres que se enamoran del monstruo.

Somos el relato de nuestro cuerpo, y la piel no es su antifaz. Todo lo contrario, es la identidad de lo que late por dentro, la textura que hemos heredado de todos los afectos de lo que somos, y el mapa de huellas que frente al espejo se rechaza o que se reafirma con la convicción de lo vivido. Esto también subyace en este libro donde la metáfora de la piel igualmente se refiere al lenguaje -pregunta su autor por ejemplo qué términos hay entre los que al referirse a la sexualidad pronunciamos como médicos o pornógrafos; a la actitud frente al susurro permanente de la muerte que es lo que significa la enfermedad cuando la enfrentamos desde la carta del diablo del tarot, desde la Montaña mágica de Mann, desde todo lo fronterizo entre el ellos y el nosotros. Si lo hacemos negando del terror cualquier brecha porque, como dice el hijo del narrador, los monstruos no existen -qué ternura la del padre enamorado, todos, de los defectos con los que los hijos enriquecen el sentido visual de una palabra, o si aceptamos que en la piel es la bruja a la que tememos.

Los niños no son piezas de museo, tienen una oscuridad inmaculada en su fondo que es importante iluminar como en un cuento de Dahl, y en parte es lo que alberga el ácido fólico de este libro con diferentes texturas de piel que nos deja el lucimiento de una cicatriz de literatura exfoliante.