Aunque ahora mismo suene a meme o a chiste malo, existe un tiempo no muy lejano en el que el botellón estuvo en crisis. Allá por el verano de 2009, ya se había prohibido la antología del cubata a la intemperie que había sido consentida en el Paseo de los Curas, como antídoto contra la picassiana Plaza de la Merced, y beber en la calle era un deporte de riesgo. Hasta el espontáneo ritual que hace de la plaza Mitjana un ágora etílico era perseguido in situ por la Policía Local, que establecía con su mera presencia la frontera en la que sacar en procesión un vaso de tubo ya significaba salirse del tiesto de la ley. La intermitente sombra con la que los agentes le echaban el aliento a los noctámbulos y a los bares de copas de la zona -muy frecuentados por sus precios asequibles- tuvo como uno de sus grandes protagonistas a un señor al que, tras conocerlo al filo de tantas medianoches bajo la coraza permanente de su barra, malagueños de varias generaciones siguen bautizando como Fernando El Barato.

Por aquel entonces, Fernando Baena -que así se llama realmente- trabajaba en el bar más minúsculo de la plaza con unas tarifas que invitaban a salir al encuentro de aquel alquimista autodidacta a la lumbre de una fórmula que sigue mimando la relación calidad-precio. Y la imposibilidad de regar el gaznate como de costumbre a las puertas del establecimiento generó una corriente de cariño que cristalizó con una página de Facebook, en la que sus clientes le rendían homenaje o se bromeaba con los comentarios que convertían en toda una ceremonia el simple ademán de pedirle que te sirviera una copa. «Con la pinsa par yellow no sabrían tan bien vuestros cubata», «Son 7 euro todo» o «No te puedo echá má porque si no no le saco » eran algunas de las citas célebres que popularizó acodado sobre su mostrador. Tanto se fue corriendo la voz que su estampa apareció en los medios de comunicación asociada a la problemática del botellón y una importante televisión nacional llegó a pedirle a sus profesionales que cargaran con sus bártulos bajo el calor, durante la feria de aquel año, para que grabaran a aquel hombre. Tras más de dos décadas empleado allí, Fernando terminó marchándose de la plaza Mitjana, donde había trabajado en el bar que le debía su nombre a su fundador en los años 60, su 'tocayo' Fernando López, un respetado hostelero del centro que popularizó aquel establecimiento en el que se llegaron a servir deliciosas tapas elaboradas por su mujer, quien todavía vive para contarlo.

Los números

Poco después, el Bar Fernando pasó a ser una realidad mucho más convencional y menos diminuta en la calle Capitán cuando Fernando Baena montó su propio negocio. Y allí sigue, diez ferias después, con Fernando El Barato dispuesto a ganarse la vida cada jornada, desde el mediodía y hasta que la fiesta y los números manden. Ahora, solo abre de jueves a sábado excepto en fechas tan señaladas como la vigente feria de agosto, la Semana Santa o la Navidad en las que no se permite ni un día libre: «Aquí llevo ya otros diez años. Cuando llegué la calle era un auténtico meadero y el mío era el único bar de copas, pero luego abrieron aquí otro par de ellos y, como no se puede beber en la calle y cualquiera monta un bar en esta ciudad, hasta en Deportes Zulaica si hace falta, ya no se hace tanto negocio», relata Fernando Baena en torno a las dos de la tarde, al inicio de una jornada de feria en la que, como de costumbre, cerrará «cuando ya haya hecho la venta». «Cuando me va bien, a las nueve y media o a las diez me voy para mi casa, pero si no llevo mucha caja me tengo que quedar aguantando a los borrachos; como esto es un negocio en el que solo me ayuda la familia, mi mujer y mis hijos, puedo hacerlo de esa manera», añade poco antes de reprocharle al alcalde que «se está cargando la feria del centro, porque solo hace propaganda de la de allí arriba, de la del Real, y de la de aquí abajo ya no dice nada porque se la quiere cargar».

Al oírlo, da la sensación de que la suya tiene algo de voz de la experiencia vintage y su llanto de superviviente suena a los fragmentos que mantienen intacto el olor a tinta fresca en la Biblia del buscavidas: «El centro lo están haciendo polvo entre los que vienen a los apartahoteles, porque se compran las copas en el Pryca, y los niños del botellón, que se meten con la bolsita de hielo y las botellas del chino en mi ambiente o en el de otros bares».

Artesanal

Todo sea dicho, en el Bar Fernando ya no reina el caos irrepetible de las madrugadas de antaño en el histórico local de Mitjana pero sigue intacta cierta atmósfera entrañable y artesanal que lo erige, en cuanto se intuye en la calle la irreverente ortografía que apelotona las marcas de bebidas destiladas en su pizarra, en una especie de refugio digno; en un local de autor afortunadamente impropio de la Málaga de ahora mismo, en la que tantas veces aflora la hostelería sin alma y cada vez más mercantilizada. Sin salir de allí, también se pueden palpar las memorias de quien narra su biografía como la de alguien que «sigue siendo uno de los más antiguos poniendo copas y sacando tronos en Málaga».

«Y, mira, que he hecho de todo, empecé como ayudante con 13 años en Casa Aranda, en calle Panaderos, y luego amasé pan de madrugada en una panificadora de la Carretera de Cádiz, mucho antes de que apareciera allí el Gil», añade Fernando agarrado a una historia como la de su existencia, a la que le empiezan a acechar ciertos cambios de etapa: «Puedes escribirlo, me voy a jubilar muy pronto, en cuanto pueda, porque soy autónomo y me quedará una paga muy chica», añade este camarero eterno sin que aún llegue a resultar creíble. El centro y la feria ya no serán lo mismo cuando no se le vea recorrer sus calles, junto a uno de sus hijos y con un carrito cargado de bebida, camino de su bar. «Y es que tengo ya 65 años, pero todavía no puedo jubilarme», rectifica mientras sirve los primeros cubatas de una jornada que se antoja estajanovista. Palabra de Fernando El Barato.

De vuelta a su hábitat natural, el reverso de la barra, rebusca entre las botellas y encuentra una medalla del madrileño Cristo de Medinaceli: «Puedes cogerla y leer lo que pone, es de cuando fuimos a enseñarle a los de Madrid cómo se sacan los tronos», expresa con un brillo en los ojos que lo transporta a momentos felices. Mientras, sigue hablando sin parar y con su peculiar modo de controlar el sentido de la conversación. Él pone las reglas. Las suyas son charlas atravesadas de vida y rellenas de noche. Sus vivencias son suyas y de nadie más.