Vivieron como pocos la caída del imperio. Se fueron con las manos llenas de recuerdos, a la carrera, expulsados del paraíso. Ninguno de ellos quiso esperar a la resurrección de la Costa del Sol. Se aprendieron el nombre de la familia Gil. Se largaron con sus galones y sus flecos, abandonando sus instrumentos en la popa, en lujosos salvavidas, mientras se desangraba el crucero. Los estropicios de los noventa también dejaron víctimas entre la nobleza. Huyeron los mejores embajadores. Como en las guerras. Algunos para no volver. Como Rod Stewart, atribulado y rockero.

El cantante de las mil rubias se sintió estafado, ultrajado, violento. Su lealtad a la provincia se quedó sin recompensa. Le tocó la época insufrible, la sucia, la de la herida en el vientre de la leyenda. No fue el único. También le pasó a Sean Connery, aunque por razones muy distintas.

La relación de Stewart con España da para una novela sucia, burbujeante de aventuras y desprecios. El episodio final de Marbella, que le hizo perder mucho dinero, fue únicamente la cúspide de un edificio de desafección y debilidad que comenzó en los sesenta, cuando todavía no era famoso. Al rockero, quién lo iba a decir, le aplicaron la ley de vagos y maleantes, por andarse con la guitarra y con malos pelos. La España adusta, brutal, de los sesenta.

Sirenas en el frente

El episodio, sin embargo, no le arredró. El artista siguió emprendiendo el camino hacia la Costa del Sol, especialmente tras el ocaso de los militares y la llegada de los nuevos tiempos. En 1982 atravesó el país tras la estela de Naranjito. Como buen inglés, Stewart tiene alma de hincha. Hasta el punto que se ha dicho de él que en una ocasión se plantó en el Nou Camp con la intención de convertirse en el nuevo Lineker, algo que, con buen humor, desmentiría más tarde. El músico vino, sí, pero sólo para ver partidos. Y de paso, pasearse por la provincia acompañado de su esposa, Britt Ekland, la ex mujer de Peter Sellers.

El ambiente le engatusó. Su mujer se movía como una anguila en la sartén entre los atributos del destino. Con grandes saltos, excitada, tirando de la manga del músico para que tomase nota y pensara en la mejor forma de satisfacerla. No tuvo que esforzarse para convencerle. Las sirenas de la Costa del Sol también le tocaron en la frente. Y el vecindario, en el que sobresalían figuras como Sean Connery y Deborah Kerr.

Al lado del detective

Mientras Italia celebraba la victoria, Stewart cerraba un trato millonario. La compra de una mansión en Marbella. Una propiedad pagada sin remilgos, con un millón de libras, a lo Tarzán de las finanzas. El rockero se montó la villa cerca del 007, quizá porque el instinto le inducía a buscar protección, aunque el detective no pudiera hacer nada frente a la tiranía del ladrillo y sus carabineros.

Los años felices

Su aventura en Málaga, pese al desenlace, tuvo momentos de gloria. Stewart pasó años de besamanos y de fiestas de lujo, rodeado de celebridades, aunque sin hacer ascos al contacto con los lugareños. De su estancia destaca el expediente de su misteriosa novia del barrio de la Cruz de Humilladero, donde todavía se recuerda su paso inesperado con el descapotable y el pelo erizado.

Piratas y náufragos

La imagen del músico en la Costa del Sol contrasta con su monumental cabreo, que le ha llevado a aseverar públicamente que jamás volverá a poner un pie en Marbella. Se considera víctima de los piratas de la construcción, de la indeterminación jurídica. Dice que le hicieron la vida imposible por la ubicación de la villa y que después de la agitación de abogados se vio obligado a vender la mansión por menos de la mitad de su precio. Fue entonces cuando empezó a abrir la boca y decir que la provincia se había llenado de gánsteres. Algunos de ellos con vara de mando en los ayuntamientos. Un tiempo de desdicha, de bronca, de confusión y engaño. Un cliente de lujo perdido por el ignominioso final de los noventa. La condena. El mal sueño. Lo que no se salvó del naufragio.