Los hombros pesados, la mirada llena de escombros y de metralla. En algún punto del Mar Negro, fumando un cigarrillo, con apenas un atado de mantas y de ropa sucia. Decenas de españoles, entre ellos andaluces y malagueños, atendidos por la Cruz Roja en su viaje de regreso al Mediterráneo. La mayoría tras más de una década en campos de trabajo soviético, con la memoria del frío y de la guerra todavía en los ojos. Gente que había recorrido media Europa disparándose, fascistas y republicanos, colaboracionistas nazis y rusos, juntos en el océano, compartiendo en algunos casos destino y hasta el pan y el tabaco.

En 1954, cuando el Semíramis atracaba en Barcelona con los supervivientes españoles de los gulag, en Málaga era fusilado el último de los represaliados del cementerio de San Rafael, el considerado mayor cadalso del país durante la primera etapa de Franco. Mientras en la provincia proseguían con las represalias, la Guerra Civil en otros puntos de Europa había mutado. Especialmente para los pasajeros de buques como el Semíramis, donde buena parte de las diferencias irreconciliables se habían transformado en un callejón sin salida para la ideología. Del despertar del comunismo, de la defensa encarnizada de España, en muchos casos, apenas quedaban cenizas, jirones de una verdad mucho más raquítica, intercambiable y desesperada.

Con la llegada de los primeros barcos, en los cincuenta, tras la muerte de Stalin, se empezaba a pasar página, quizá de un modo demasiado drástico, como casi con todo lo vergonzante de la historia reciente de España, de uno de los capítulos más sinuosos y siniestros de la posguerra mundial y española; un episodio, el de los andaluces en los gulags, que vuelve ahora a la luz con las obras de los historiadores Secundino Serrano y Luiza Iordache y el trabajo de Enrique Gaspar, de la asociación Nexos-Alianza de Civilizaciones de las Naciones Unidas, cuyo contacto en la embajada ha servido para recuperar una lista de 152 españoles encarcelados en Kazajistán. Este periódico ha tenido acceso a los datos de los 24 andaluces que forman parte de ese inventario, a los que se suman otros 14 aportados por Iordache. En total, 38, cinco de ellos malagueños, con una casuística tan compleja como acerba y disparatada: voluntarios de la División Azul, niños de la guerra, pilotos republicanos acusados de traidores e incluso soldados de ambos frentes de la Segunda Guerra Mundial. Todo bajo la lupa de fondo de la locura de Stalin y el hachazo que supusieron la batalla española y la de los nazis, especialmente en términos de repliegue, propaganda y psicosis.

Enrique Gaspar explica la intrincada red de apariencias que rodeó la represión rusa de ciudadanos españoles. En las detenciones nada, o casi nada, es lo que parece. Ni siquiera las hipótesis más obvias se escapan de las excepciones. Las razones que llevaron a las autoridades soviéticas a apresar a los miembros de la División Azul parecen justificadas en términos de guerra, pero no todos los integrantes del destacamento participaban del sueño de destrucción ideado por la Falange; se han encontrado testimonios de voluntarios que en realidad se habían alistado para llegar a Rusia y cambiar de bando e, incluso, de jóvenes que lo único que pensaban era en una oportunidad para escapar del hambre.

Para los republicanos que acabaron en los gulag, que no recibieron ningún tipo de privilegio, a pesar de que muchos de ellos comulgaban con la doctrina de los soviets, se abren otro tipo de explicaciones. La mayoría se adscribe a una serie de supuestos que sirven para aclarar al mismo tiempo su presencia en la Rusia de la época. En primer lugar, están los pilotos que fueron enviados por España a principios de la guerra para que recibieran instrucción militar en la academia de Kirovabad. Iordache habla, en este sentido, de sucesivas oleadas como la de agosto de 1938, la de octubre de ese mismo año y la de enero de 1939.

A los pilotos se les une el personal enrolado en los buques que cumplían con el tráfico entre Rusia y España. En su mayor parte, con el objetivo de proveer de víveres y artillería a un gobierno republicano, el de España, cada vez más debilitado por el avance de los nacionales. En 1939, con la contienda a punto de resolverse a favor del bando fascista, una decena de barcos quedaron encallados por suelo ruso ante el temor de ser bombardeados por los colaboradores de Franco. Sus tripulantes, confiados en estar en suelo amigo, se vieron entonces en el inicio de un periplo que en sus primeros compases bandeó entre el intento de repatriación y la sospecha siempre a punto de Stalin.

Finalizada la guerra de España, los soviets no estaban ni mucho menos dispuestos a seguir trasladando a gente a un país en el que mandaban los fascistas. Algunos, los más afortunados, lograron huir con la credencial de familiares o amigos radicados en América Latina o en Francia. En ese mismo momento hubo también pilotos, los menos, que aprovecharon la pericia adquirida en Kirovabad para volar hacia la Europa democrática. El resto de marineros fueron destinados mientras se aclaraba su situación a hoteles de ciudades portuarias como Odessa. Eso sí, bajo la supervisión del régimen.

A partir de 1941, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial las condiciones de vida de todos estos españoles dan un giro sorprendente. Los soviets comienzan a azotar sus demonios y les obligan adquirir la nacionalidad rusa. Muchos se niegan. Y no sólo por una cuestión sentimental, sino porque inscribirse como ciudadano soviético de pleno derecho a principios de la década era sinónimo de ser llamado a filas para pelear en el frente. Para todos aquellos que rechazaron la oferta el destino fue el que setenta años después colea en los archivos como testigo en blanco y negro de la barbarie: los campos de reeducación y trabajo comunistas, en ocasiones, hasta dos o tres diferentes. «Para Rusia también era una cuestión simbólica: no podían permitir que hubiera gente que se negara a vivir en lo que consideraban el paraíso para seguir perteneciendo a un país fascista», detalla Gaspar.

Otros de los republicanos destinados a centros de internamiento fueron los llamados niños de la guerra, hijos de familias amenazadas y republicanas que pusieron rumbo a Rusia en busca de protección después de la sublevación de los militares. Entre ellos, los malagueños hermanos Cepeda, uno de los cuales protagonizaría más tarde un intento de fuga en un baúl diplomático. Para entonces, Stalin ya había desatado su furia paranoica: españoles que abrazaban el credo de la izquierda, algunos, incluso, con carné del partido, eran acusados de espionaje y arrestados, como recuerda Iordache, simplemente por acercarse a otras embajadas.

Después de la guerra mundial, con Alemania desarbolada, los gulag, especialmente en Kazajistán, empiezan a poblarse de un grupo heteróclito de reos que va desde nazis a judíos, fascistas, republicanos e, incluso, españoles que trabajaban en Berlín en el momento del final de la contienda. Ocho años más tarde, de todos ellos, los únicos que quedaban prácticamente en los campos eran los españoles, pese a que no representaban, ni mucho menos, el grupo más numeroso. La especial obstinación de los rusos no fue, en este caso, política, sino diplomática. A diferencia de los alemanes o los japoneses, el Gobierno español no mantenía ningún tipo de relación con los soviéticos. Además, Franco, había abjurado sotto voce de la División Azul, que consideraba un invento de la Falange. Las únicas gestiones para la liberación llegaron por parte de las autoridades republicanas en el exilio, aunque, eso sí, sin la intervención del Partido Comunista de España, que negaba cualquier tipo de represalia.

La llegada de barcos como el Semíramis o el Krym con población española supuso, en este asunto, una de las últimas implicaciones diplomáticas. Si bien, de forma tibia y tímida. Franco no quiso dar al regreso mucho bombo mediático. Desde entonces ninguna autoridad ha recibido información de la represión soviética. Hasta este año, cuando el presidente Mariano Rajoy, recibió de manos de su homólogo kazajo una copia de la lista que obtuvo Gaspar a través de la embajada. Se trata de la población de uno de los cuatro campos de prisioneros de Karagandá, el número 99 de Spassk, una antigua fundición de cobre en la que trabajaron a la fuerza 152 españoles (24 andaluces). Sus nombres, explica Gaspar, estaban escritos en caracteres cirílicos, han sido traducidos, aunque con un margen de error que está tratando de ser corregido por los diplomáticos kazajos. Los rusos tendían a anotar en orden diferente los apellidos; además transcribían la información que le suministraban los prisioneros. Siempre de manera oral, y con la trampa añadida de los españoles, que enmascaraban sus profesiones para hacerse cargo en los centros de las labores menos penosas -en los controles muchos se declararon horneros, con independencia de sus oficios reales.

Las condiciones de vida en los gulag, explica Gaspar, eran de una dureza extraordinaria. Sobre todo, en la época de guerra, cuando apenas circulaban alimentos. Trabajos duros, físicos y continuados en condiciones adversas. En el Spassk, que no fue, al parecer, el más crudo de todos los centros soviéticos, las temperaturas eran de 40 grados por debajo de cero. A diferencia de los nazis, los rusos no tenían especial interés por torturar y aniquilar a sus reos; le interesaban que trabajaran como bestias, lo que para algunos supuso en la prática un coqueteo continuo con la enfermedad o la muerte. La mayoría de los que perecieron lo hicieron por tifus o disentería. De los 38 andaluces cuya información ha sido suministrada a este periódico, cuatro perdieron la vida como consecuencia de su estancia directa en los campos. Entre ellos, el malagueño José Antonio Castello Sancho, del que apenas se sabe que nació en Ronda en 1920 y falleció en 1942, en Staraya.

La dificultad para rastrear a las víctimas es heredera directa de la edad de la mayoría de los prisioneros, que, dada su juventud, no habían dejado descendencia en España. El drama de las prisiones se alarga también en algunos casos con el de la tortura; en la lista proporcionada por Iordache figuran, incluso, varios andaluces, entre ellos el malagueño Pedro Cepeda Sánchez, que ingresaron en la conocida y brutal cárcel moscovita de Lubianka.

Entre los que regresaron, por su parte, las secuelas no resultaron precisamente blandas. Hubo quienes abominaron de sus ideas y se volvieron feroces anticomunistas, otros que acumularon odio, pero también los que se unieron más allá de la bandera que les había guiado hasta un infierno con el que no contaban. Comunistas con el paraíso hecho pedazos y falangistas obligados a convivir en la desgracia. Algunos miembros de la División Azul llegarían, incluso, a proteger sus antiguos enemigos a su regreso a España. Nació una nueva dimensión de la guerra. Todavía por rescatar. Ajena en muchos casos a los odios intestinales que campeaban por Andalucía y por Málaga.

Las condiciones de vida eran especialmente duras

66.160Prisioneros en total

Según los archivos correspondientes al campo de concentración, más de 66.000 personas pasaron por el centro de Spassk. En Karagandá hubo hasta cuatro internados de prisioneros.

29.777Presos alemanes

Los alemanes, como consecuencia directa de la guerra, fueron los más numerosos en el centro. Sin embargo, su presencia se prolongó menos que la de los españoles por la intervención de la diplomacia.

22.225Presos japoneses

Los japoneses, colaboradores de los nazis, también experimentaron la rudeza del campo de Karagandá. En concreto, un alto número: 22.225. Hubo, por otro lado, 6.740 rumanos y 1.088 italianos.

152Presos españoles

De acuerdo con la información facilitada por la asociación Nexos-Alianza de Civilizaciones hubo 152 españoles en el campo. No obstante, fueron los que más tiempo permanecieron en régimen de trabajo forzado.