­Ser policía le hizo más grande por dentro y por fuera. Rosi no bromea cuando dice que, además de cumplir un sueño profesional, su hijo aumentó de estatura y que los pies le crecieron dos o tres números. «Antes de ser policía no golpeaba la lámpara de la salita con la cabeza», recuerda algo más risueña en la terraza de una cafetería después de compartir su casa y su corazón con La Opinión de Málaga.

La herida sigue muy abierta. Un año no es nada para la madre, la hermana y la prima de un ángel custodio de 33 primaveras. La vida pasa a cámara lenta en la undécima planta del viejo e imponente edificio que domina la calle Maestro Guerrero, en las tripas de Huelin. Las ventanas del salón enmarcan el oeste, horizonte bajo el que descansa Francisco en el cementerio de Mijas junto a su abuela y a su bisabuela, con las que se crió. Una fotografía del día de su comunión es de los pocos retratos que Rosi no ha guardado para amortiguar el dolor que no soportó su padre, Enrique, fallecido el pasado mes de febrero: «Creo que Caco quería estar con su abuelo y se lo llevó». Doce meses después del entierro del agente, ella no ha sido capaz de volver al camposanto mijeño. Sólo se atreve a visitar cada día 21 el monolito que rinde homenaje al policía en los jardines de la Comisaría Provincial. Siempre le deja rosas.

Rosi, acompañada por otras dos flores con las que comparte nombre y sangre, casi no presta atención ni al presente ni al futuro. Únicamente sonríe cuando habla de un pasado que para ella comienza el 27 de septiembre de 1980, fecha en la que parió a un héroe en la primera planta de Carlos Haya. Dice que el niño fue bueno desde que lo llevaba en la barriga. Con tendencia a resfriarse, no se quejaba ni cuando le metían la medicina hasta la garganta con las jeringas que teme cualquier crío.

El primer gran cambio en su vida llegó en 1985. La familia se trasladó a la casita de campo que el padre de Rosi poseía en Mijas, donde tenían caballos y ponis. «Amaba los animales y los cuidaba con su tío. Después me enteré que los montaba a pelo y que se caía de ellos», evoca con cierta rabia.

Francisco empezó a hacerse un hombre antes de lo previsto. Tenía 13 años cuando su madre enviudó y regresaron a Huelin con la pequeña Rosa entre los brazos. El cambio de aires le vino bien. El joven cabeza de familia continuó sus estudios en el colegio José María Hinojosa y pronto conoció a su hermano Juanjo y a Román El negro, que más adelante ingresó en la Policía Nacional y le metió el gusanillo del cuerpo en el suyo. Antes pasó por el Instituto de Enseñanza Secundaria Huelin. Allí conoció a su futura mujer y saltaba la valla cada dos por tres con sus inseparables Juanjo, Rafa y Toqui para jugar al fútbol y colocarse él mismo el brazo cada vez que se le salía. A veces también ayudaban a trepar a su hermana y fan número uno. Rosa destaca la enorme faceta deportiva de Caco, quien, además de jugar regularmente al pádel y al fútbol en el pabellón de la comisaría o en el barrio de La Princesa, consiguió el cinturón negro de kick boxing antes de marcharse. Ella hacía de sparring en casa y todavía duerme junto a uno de sus guantes con los que luchaba: «Nos caneábamos un montón, pero jugando. Me llevaba diez años, siempre fue muy protector conmigo», dice con la cara derretida por la admiración. La tercera Rosa asiente y luego ríe para destacar lo «sinvergüenza» que era y cuánto le gustaban los chistes y bailar salsa con ellas.

El inspector Juan Titos, leyenda antifraude de la Comisaría Provincial de Málaga y conocido de Rosi, no ha olvidado la visita que ésta y su cuñada le hicieron hace casi quince años para consultarle la ya imparable vocación de Caco: «Yo soy un enamorado de la policía y la animé. Le dije que mi hijo también lo era, que es una profesión que se vive con mucha intensidad y que tras unos pocos años destinado fuera lo tendría de vuelta en Málaga». Aquellas palabras fueron música en los oídos de Francisco, a quien ya le había dicho un agente que si se esforzaba, aprobaría a la primera. Un día se presentó en casa con un libro de Derecho y se encerró en su cuarto. Sólo salía para desahogarse con las pelotillas que hacía con sus calcetines, para ver a su novia y para cuidar a su madre, que en el año 2002 sufrió un ictus que le llevó al hospital durante un par de meses. La familia hizo un cuadrante para cuidarla, pero ella siempre esperaba el turno de su hijo. Nunca falló: «Veía a Caco y veía a Dios. Él sabía lo que tenía que hacerme con sólo mirarme a los ojos».

Demostró toda su capacidad y lo aprobó todo de una tacada. «Ponía nerviosos a los psicólogos durante las pruebas», presume su madre antes de volver a presumir de lo buen policía que era, incluso cuando estaba de descanso. Puro instinto. Francisco nunca quiso trabajar en una puerta ni en la mesa de un despacho. A él le llamaba la acción que un policía sólo encuentra en la calle para ayudar a los demás. Graduado en la Escuela de Ávila en la promoción de 2003-2005, pasó por las comisarías de Ripollet (Barcelona), Madrid y Estepona antes de volver a Málaga para completar su sueño de casarse en 2008 con María en la iglesia del Carmen del Perchel y tener con ella una preciosa niña que hoy tiene cuatro años y adora a su padre. Como dice su hermana, que quiere ser policía, Caco se fue pronto: «Pero disfrutó muchísimo».

La muerte de Francisco no sólo acabó con un profesional ejemplar en todos los sentidos, como coinciden familiares, compañeros y el alto mando. El inspector jefe Faustino Pretel, uno de los responsables de la Unidad de Prevención y Reacción (UPR) de Málaga que integran cerca de sesenta dragones, define a Paco como «el sueño de cualquier jefe policial». Como su madre, Faustino coincide en que nunca se quejaba y que su positivismo era tan contagioso como productivo. «Su actitud es un añadido en un equipo de trabajo que en este caso era de los que mejor funcionaba», apostilla. La prueba es que en ocho años de servicio, Francisco superó las felicitaciones públicas necesarias para optar a la Cruz al Merito Policial con distintivo Blanco que sólo se consigue a partir del décimo año en el cuerpo. Como aquella vez que entró en una casa en llamas para rescatar a un niño. También reconoce que su pérdida supuso el final anticipado de uno de los grupos más compenetrados y brillantes a su cargo: «Aquella puñalada nos quitó a un gran policía y a cuatro más». Pretel se refiere a que tres de los cuatro compañeros que solían trabajar regularmente con Francisco ya no están en la unidad, aunque matiza que las razones no sólo se encuentran en la tragedia. «Se juntó todo», concede.

El desgaste que sufre la mayoría de los agentes que trabajan diariamente en la calle provocó que dos de los policías del grupo pidieran un cambio de aires que el acontecimiento aceleró estrepitosamente. Andrés se fue a la Unidad Provincial de Seguridad Privada con sede en Capuchinos y Raúl pasó a la Brigada Móvil, dedicada a la prevención en medios de transportes públicos y cuya base está en Vialia. Pablo, el compañero que atendió a Paco tras recibir la cuchillada en el corazón, es el que peor lo lleva. «Lo está pasando muy mal y sigue de baja. Ahora mismo no quiere saber nada de la policía», lamenta Pretel. Manolo, su alma gemela en el cuerpo y que el día de los hechos no trabajó por estar de asuntos propios, es el único de los cinco que sigue en la UPR.