»¿No necesitan un cura en ese barco?» El padre Jaume bromea. Faltan menos de veinticuatro horas para que el Harmony of the Seas, el crucero más grande del mundo, inicie su recorrido de exhibición y la noticia se cuela sin necesidad de criaturas anunciadoras ni de un tuit del papa Francisco en una pequeña parroquia del Penedés, en Barcelona. El padre Jaume está al tanto de todo, incluidas las protestas de los ecologistas, y menciona brevemente el atolladero moral, tan frecuentado en ocasiones anteriores, que rodea el atraque del barco en el puerto. Habla de contaminación, pero también de la riqueza que deja el pasaje en sus escalas, que en Málaga se calculó en 350.000 euros diarios, y en sus palabras es inevitable reparar, incluso antes de partir, en la diferencia del Harmony of the Seas con otros cruceros de su clase.

El nuevo estandarte de la naviera Royal Caribbean, una sociedad ambulante con casi 9.000 personas a bordo, es del tipo de barco que se cuela en las parroquias, y eso predispone a concederle un punto añadido de asombro, pese a toda la experiencia previa. Por razones económicas y estéticas perfectamente medibles, nunca antes había viajado en un crucero y mi juicio, lo admito, estaba fuertemente condicionado por un puñado de intuiciones, la mayoría procedentes de libros como Los Premios, la primera novela de Cortázar, o Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de David Foster Wallace, además de presagios más funestos como el hecho de que el viaje de dos días preparado por la compañía, con 4.000 invitados, portara el adjetivo de preinaugural, lo que en Europa, desde 1912 y el Titanic, se traduce siempre con resonancias potencialmente catastróficas.

Una vez, en mis inicios en este periódico, asistí a una rueda de prensa que ofrecía un paseo por las galerías de un crucero. Recuerdo que me sorprendió la atmósfera opresiva, la sensación, apuntalada por la inacabable ostentación y las lámparas de araña, de estar en una especie de Benidorm de cadena de montaje. Reconozco que ese disparatado optimismo ornamental, a veces de eco de salón de bodas, se reduce en el Harmony, donde se puede observar alguna que otra interpretación del espacio con criterio, si bien nada amortigua la conmoción inevitable: en el crucero más grande del mundo, de 18 plantas, lo primero que sorprende es el colosialismo de sus escalas, que en el juego constante entre la exposición al mar de las cubiertas y la luz filtrada de las galerías interiores, produce una desorientación instantánea.

Los que hemos nacido al turismo en los años ochenta y noventa estamos fatalmente acostumbrados a la sencillez cristalina del hotel Tritón: una recepción, visible desde la entrada, con trabajadores que amablemente guían al cliente hacia las habitaciones. En gigantes como el Harmony todo se complica: la bienvenida, si bien no menos amable, es cosa de un bulevar comercial repleto de bares y de tiendas de lujo en el que no falta el sonido de una banda de rock ni un Rolls Royce. Salvadas las amenazas del embarque, siempre ominosas en sus prescripciones de seguridad, se entra en el crucero como entraba Gurb en la tierra: pensando que una vez más se llega tarde, que se asiste al despliegue súbito de un planeta que te precede y que se pone en forma de inmediato, con gente que nada más llegar sabe cómo comportarse, rebozada en crema solar, con el cóctel en la mano y en la tumbona.

No sería justo para el Harmony extenderse en la desazón de las primeras impresiones. Es cierto que, en mi caso, tuve la mala suerte de asomarme a la zona de baño en el momento en el que sonaba La Macarena y cientos de personas eran jaleadas para el baile por monitores, lo que, como es lógico, no ayuda demasiado, pero también que existen contrastes tan poderosos que trascienden la capacidad de decisión de la propia naviera. Desde las terrazas de los pisos superiores, con 23 piscinas y visión directa a la cascada de habitaciones, hay un choque de trenes: la confrontación entre la desnudez del mar, un campo de experiencia casi abstracto, que decía Carlos Barral, y el Harmony, con su acumulación inevitable de personas, narraciones, ángulos y colores. Meter a casi 9.000 seres humanos en mitad de la nada tiene, por comparación, mucho del prodigio artificioso de Las Vegas. Por más que el crucero sea bastante menos atosigante en su anchura que el resto, se entiende enseguida la utopía. Más que un no lugar, que un inmenso cajetín de vacaciones, el barco es un Marienbad, una ciudad flotante que parece ondular el patrón de los grandes complejos turísticos que surgieron en el Caribe.

La certeza de la insularización, de pueblo que navega, se refuerza por el uso casi exclusivo del inglés y la esquizofrenia del localizador del teléfono, que en apenas dos días de premiosa navegación se empeña en confundir la costa catalana con Saint-Nazaire, Mallorca o Southampton. Incluso, recibo un mensaje, presumo que no demasiado lejos de Mataró, que me desea una fructífera estancia en Las Bermudas, con el consiguiente recargo económico en todas mis conexiones. En esto, se infiere precisamente el encanto lírico de este tipo de aventuras náuticas, en que haya wifi y se pueda usar el móvil. El Harmony, bajo toda su laberíntica hojarasca, vende en el fondo una idea que es consustancial al modelo de progreso contemporáneo del hombre: la posibilidad de disfrutar de una vivencia salvaje, en el pasado letal, con todas las garantías de protección y comodidades. En las terrazas privadas de los camarotes del barco, con la luz apagada, se acampa en el mar, se escucha por primera vez su música nocturna, hecha de láminas sonoras y breves agitaciones. El crucerista se vuelve, si quiere, corsario con cremas para la piel, en un tipo confortablemente anacrónico, en un poeta civilizado.

Vivimos en tiempos de síntesis barroca. El mar es un drama y una industria. En los cruceros, el lenguaje se articula con abundancia, todo se construye a lo grande. Y se mueve en su amplia oferta de ocio en la misma clave exagerada, aunque a veces con más vocación de sutileza, que se utiliza en los pueblos para las comuniones. Sin duda, son muy respetables y legítimos los remilgos estéticos, pero no se puede perder de vista que su concepto responde a un resumen bastante detallado de todas las supuestas diversiones que tiunfan por mayoría en occidente. Primero, se inventó el turismo. Más tarde las ciudades se adaptaron a sus exigencias. Y con eso las ciudades se volvieron intercambiables, dejando como último paso la posibilidad de construirlas y hacerlas portátiles. El Harmony admite todo tipo de variedades. Se puede saltar en tirolina, trepar por una montaña, disfrutar de diferentes gastronomías, ver un espectáculo de Broadway, escuchar jazz en directo, deleitarte con números de patinaje sobre hielo de auténticos especialistas. Y, por supuesto, arrojarte por la boca de un tobogán de treinta metros, que es la firma de autor con la que el crucero impone su majestuosa prosa.

El Harmony of the Seas, en el Puerto de Málaga

El Harmony of the Seas, en el Puerto de Málaga

El barco más grande del mundo funciona como una máquina perfecta. Los más de 2.100 trabajadores se desplazan a lo Houxley, repartiendo eficacia y sonrisas. Incluso, las tímidas protestas por el uso exclusivo del inglés son rápidamente atendidas desde la megafonía. En el Harmony nada se niega al cliente. Y hay tres empleados por cada turista. Después de cuarenta y ocho horas, se produce una modificación general de las condiciones objetivas. La cabeza se ablanda y uno recorre el pasillo de los salvavidas pensando en ver delfines, preñado de su quimera propia. Allí algunos clientes practican el running como si fueran marineros japoneses entrenándose para la guerra. Pero vuelve la presencia del mar. Sin más máscaras venecianas. «Somos grandes, pero nada comparados con la naturaleza», dice el capitán. El mundo apenas suena bajo el estómago del país flotante.