El cielo grisáceo y el suelo mojado. El día no acompaña a los negocios del centro, a sus terrazas. Son las 11.00 horas y la subida por calle Calderería desde la plaza de la Constitución deja una imagen poco frecuente, unas calles con muchas sillas pero poca gente sentada. Pero la imagen cambia al llegar a la plaza Uncibay. La cafetería Doña Mariquita está llena. Como siempre. Aún cuesta imaginar cómo quedará la plaza sin este emblemático local que abrió el 17 de noviembre de 1942 y que su dueño, Fernando Villén, se ha visto obligado a cerrar. A final de mes -o en abril, aún no lo tiene del todo claro- bajará la persiana. Ahora toca cuidarse.

Nunca pensó que tomaría esta decisión. «En mi estilo de vida no está jubilarme», dice a unos meses de cumplir 69 años. Pero la presión de su familia y sus amigos, siguiendo las recomendaciones del médico, le han podido. A Fernando le han detectado una dolencia cardíaca y tiene que operarse. «Tengo tres válvulas en el corazón que están muy cerradas». Al principio no le dio demasiada importancia, pero el médico le dijo que «no saben con lo que se van a encontrar» en la intervención y que sea cual sea el resultado, tiene que bajar el ritmo.

«A mí me gusta estar detrás de la barra. Me gusta trabajar» y lo lleva haciendo sin descanso desde que tenía 13 años. De 08.00 a 17.00 horas Fernando atiende la cafetería como uno más de sus siete empleados. Aunque desde que tomó la decisión hace dos semanas de cerrar, lleva unos días dándose una tregua. Se opera a mediados de abril y aún no se ha planteado qué hará con el local por la incertidumbre de la operación y porque quiere ir haciendo las cosas «cuando toque». «No me quiero adelantar». Pero lo de dejar la cafetería abierta no ha entrado en sus planes porque «soy muy inquieto». Su familia lo sabe y están seguros de que si el local sigue con su actividad habitual él acabaría como siempre: trabajando. Ya le ha pasado en otras ocasiones. Cuando se operó de un edema de Reinke, de cataratas e incluso de dos hernias inguinales no tardó más de tres días en volver en contra de las recomendaciones del médico y de su familia. Pero esta vez es diferente.

Además, tampoco tiene a quién dejarlo. «Mi hijo es ingeniero y mi hija economista, los dos están fuera y tienen trabajos magníficos», así que el negocio familiar no entra en sus planes. «Es otra generación, otra forma de ver las cosas». Nada que ver con la decisión que tuvo que tomar él, quien cogió el relevo a su padre cuando este murió de cáncer. «Hice el bachillerato nocturno mientras trabajaba», recuerda. En aquella época «por aquí no pasaba ni Dios». Pero, poco a poco, el negocio se fue haciendo un nombre: «llamaban a la plaza Doña Mariquita». Sonríe al recordarlo.

«Me voy, Fernando, cuídate, pero de verdad», le dice un cliente de toda la vida que ha terminado su desayuno y le hace señas desde fuera. La clientela aún no se lo cree. «Nos dicen que no cerremos». Es una tradición desayunar en Doña Mariquita. Hay personas que van solas y piden «lo de siempre», compañeros de trabajo que en su descanso pasan a tomarse un sombra y un pitufo y hay quienes van en familia. «Tengo algunos que empezaron viniendo de novios y ahora ya tengo como clientes a sus nietos y bisnietos». Toda una vida.

Su otra familia

Otra familia que deja atrás son sus trabajadores, sobre quienes solo tiene palabras de agradecimiento. «Mi lucha personal es colocarlos a todos antes de irme». Y está seguro de que lo conseguirá. «Tengo contactos y los voy a aprovechar». Cada vez que nombra la «honradez» de todos ellos y el «esfuerzo» que han hecho durante todos estos años Fernando no puede evitar emocionarse. Y es que hay quienes llevan 32 años con él, como Miguel Robles, quien aún está intentando asimilar lo que ocurre. Trabajar en Doña Mariquita, asegura, es un «no parar de trabajar». No sabe qué hará. «Buscaré trabajo rápido, porque el desempleo no es gran cosa». «Ese es como un hijo para Fernando», grita otro camarero.

El hermano de Miguel, Pepe Robles, también trabaja en la cafetería. Lleva 24 años en total. Empezó antes que Miguel, pero él se fue a su pueblo, Lucena, y volvió hace unos seis años, «Me guardaron el puesto». Además, su hija también entró en el negocio hace un par de años. «Es una pena que cierre porque esto es un icono de Málaga».

Sobre su futuro, Pepe dice que está ya buscando ofertas y que si finalmente no encuentra nada y Fernando no consigue buscarles un nuevo trabajo se plantea alquilar un local «que salga bien de precio» y empezar un nuevo camino con su hija montando una cafetería familiar. Pepe, a pesar del duro momento que están pasando estos siete trabajadores, no pierde la sonrisa y sigue bromeando, algo que lo hace muy popular entre la clientela.

Y es que Doña Mariquita ha sido la vida de Fernando, pero también la de los clientes habituales y los incansables camareros. «Es como un hijo, lo he criado lo he mimado y nos lo ha dado todo a mi familia y a mí», dice el dueño muy emocionado. Se va otro mítico negocio malagueño.