A Inma y Cristina

La nostalgia de días pasados en felices veranos de envidiable salud y gratas noches de luna llena conduce indefectiblemente a la melancolía, ese estado anímico vago y sosegado de permanente tristeza y desinterés por todo lo que nos rodea. Así van transcurriendo los días de este agosto hueco, durante las largas horas que pasamos en una especie de duermevela, imposible de concentrarnos en la lectura, hartos de series, aburridos de Netflix, abochornados por conductas insoportables y casi indiferentes a la contemplación de un mundo que se derrumba a nuestro alrededor. En el campo de concentración en que han convertido nuestras almas, se despierta el espíritu de Roberto Benigni e intentamos convencer al niño, que aún permanece vivo dentro de nuestros ajados cuerpos, de que la vida es bella. Y tratamos de atrapar, como sea, el recuerdo de horas felices, que acorten la pesadumbre que alarga nuestras horas por tantas causas, que nosotros mismos hemos dejado crecer en torno, sin arrancar las malas hierbas que nos asfixian. «Amarga es hoy la paz que el rencor de ayer aquieta», escribió el cisne del Avon hace cinco siglos. Y esta tarde, una vez más, la nostalgia me lleva a recordar lugares de sueño de belleza plácida, huyendo de aquí, de este vivir sin vivir, de este embozado silencio, de esta etapa de nuestras vidas que, por no ser, no es ni insufrible. Simplemente, no es.

Mientras escribo, oigo por enésima vez la voz de cristal purísimo de Philippe Jaroussky, que canta «Vedró con mío diletto€», «veré a mi amada€», que en mi caso no es otra que Italia, el lago de Garda, Sirmione y estoy consiguiendo puntos, como Josué, para ganar el premio. Y creo que estoy allí y que la fortaleza Scaliggera oculta el sol sobre las aguas del lago, mientras en las Grutas de Catulo, unos submarinistas sacan una estatua romana de bronce, que permaneció dos mil años en la tumba del fondo fangoso que es el mismo que el de Saló, la ciudad provinciana que albergó los últimos días de Mussolini en la orilla opuesta. Y sin embargo la belleza es tan deslumbrante que ni se me ocurre pensar en la irritante película de Passsolini. ¿He asistido a esto o lo he soñado? Me parece atravesar un sueño, una calle metafísica y desierta de Giorgio De Chirico, como si de un sonámbulo se tratara y no sé qué es realidad, o recuerdos, o lecturas, o cine. Mucho gran cine italiano de Bertolucci a Visconti y de Rossellini a Antonioni, pasando por Guadagnino, como el centro de gravedad permanente. Stendhal, Bassani, lord Byron, Praxiteles y Verdi, el grande, nacido en Parma, paisano de nuestra María Luisa y cuyo teatro Reggio goza de la fama de ser el más temido por los cantantes de ópera del mundo. Los personajes y los lugares y las circunstancias se confunden en mi memoria, como el río de Heráclito, y las 'Crónicas Italianas' de Eugenio Montes y Terenci Moix, tanta literatura, tanto arte y tanta historia como la batalla de Piave y hasta Craxi, el «compromesso storico» y el pentapartito. Y una cocinera que se llama Mafalda y un jardinero que se llama Anquises. ¿Cabe más? Sí. Una madre cultísima leyendo El Decamerón, mientras hunde sus dedos delgados y maternales en los rizos del pelo de un hijo adolescente€Solo siento en mi entorno la «presencia» de Horacio, Virgilio, Catulo, Winckelman, Woelflin€ todo es civilidad, cultura, ternura, amor, sensualidad, comprensión y compasión, desgarro, piel, tacto, veranos y almuerzos a la sombra de un magnolio en una finca con alberca, el tiempo perdido y nunca reencontrado, la conversación que todos habríamos querido tener con nuestro padre y nunca tuvimos, y el recuerdo de Garda se mezcla en mi memoria con el jardín grande de Vistafranca, en un remedo del jardín de los Finzi-Contini en la judía y bellísima Ferrara, por donde aún vagan los espíritus de Alberto, Micol y Gianpiero Malnate, donde reinó la bellísima Isabel de Este, referencia del refinamiento, la cultura y la moda y hasta de la alta política, como tuvieron que entender en sus carnes Luis XII y Francisco I de Francia, pintada por Leonardo y por Tiziano y en cuya corte de Mantua convivían Rafael, Mantegna y Giulio Romano. En Mantua, donde los Gonzaga ejercían de grandes duques y de donde surgió Luis Gonzaga, que vino de paje de la corte Austria a Madrid, se hizo jesuita y murió a los veintitrés años y cuya corta vida, junto a la de San Estanislao de Kostka nos contaban en el colegio sus compañeros de congregación.

Las grandes cortesanas, como los santos proliferaban en las nobles familias del norte tanto como las altísimas torres de sus ciudades, torres eclesiásticas y civiles, como la Garisenda y la Asinelli de Bolonia, reminiscencia de las ciento ochenta que llegó a haber en Bolonia, cerca de San Petronio, donde Carlos I fue coronado Carlos V, y en las calles porticadas, que resguardan elegantes joyerías que, en escaparates forrados de seda por los que asoma la cabeza plateada de un distinguido señor, muestran joyas antiguas en estuches de terciopelo. Y al final de la calle aparece San Clemente de los Españoles, el Real Colegio fundado por el cardenal Gil de Albornoz en 1364, cuando ya la ciudad era el centro del saber del sur de Europa y aún continúa ejerciendo su labor como el más selecto e importante de los Colegios Mayores de la ciudad. Bolonia «la roja», por el color de la salsa de la pasta, por el color de Ferrari, que tiene su sede en Maranello en las afueras de la ciudad, y sobre todo porque la derecha nunca ha ganado unas elecciones en una ciudad, que fue testigo de uno de los atentados más salvajes cometidos durante los años de fuego, cuando las Brigadas Rojas, la extrema derecha y los servicios secretos del Estado se entremezclaban en una espesa y confusa enredadera.

Santos, como Antonio de Padua, que era portugués y condotieros, como Gattamelata, cuya estatua ecuestre de Donatello se alza delante de la iglesia del santo. Padua, cuna de Palladio, el padre de toda la arquitectura moderna, el sabio constructor de la Villa Rotonda en Vicenza, Padua, casi desconocida en este país aún llamado España, en la que la capilla de los Scrovegni encierra los maravillosos frescos de Giotto de Bondone, con azules que el cielo envidia, pintados por la misma época en la que en Constantinopla se construía la opus musivaria, los mosaicos bizantinos de Chora, que de nuevo esta tarde Erdogan, el Putin turco, ha convertido en una nueva mezquita. Y si de bizantinos hablamos, el sueño de los mosaicos de Ravena, con Justiniano y Teodora y Belisario y el mausoleo de Gala Placidia. ¿Ha existido alguna vez una corte tan sabia como la de Constantinopla?

Veo a Siena, que orgullosamente exhibe la que posiblemente sea la catedral más delicada del mundo y cuyos suelos y pavimentos son de tal belleza que solo se descubren unos días al año, La ciudad de Catalina, la compañera de Francisco, a los que una almibarada película de Zefirelli, mostraba un lado edulcorado y sacarino de dos personajes que literalmente se despojaron de todo y se fueron con los más pobres entre los pobres de la tierra, porque eran tan aguerridos como los corredores del Palio. Siena la de la Academia Musical Chigiana, uno de los templos de la música del mundo, en que enseñó Antonio Vivaldi, músico véneto, según reza una lápida en la pared, mientras el sol va ocultándose en un maravillosos tramonto por detrás de la iglesia de San Doménico.

Y en mi duermevela sueño que el Canal Grande y Santa Maria della Salute están a mis pies€ Venecia, la decadencia y la melancolía por un pasado glorioso se esconden en las esquinas de los canales, antes pútridos y ahora resucitados por el virus que trata de aniquilarnos, como si de una niebla enferma del Adriático se tratase. Entre toda la belleza infinita de esta ciudad siempre sumida en un sopor cercano a la muerte, guardo en mi cabeza un lugar especial por la iglesia de Santa Maria dei Frari. No por conservar el corazón del gran Antonio Canova, ni por la sepultura de Monteverdi, ni por el sepulcro de los dogos Dandolo y Fóscari, sino por la impresionante Ascensión de la Virgen, la inmensa obra de Tiziano, el mayor retablo de la ciudad, cuya calidad fue puesta en duda por los monjes y un enviado de Carlos V, que ya cercaba al artista, ofreció sin éxito el precio que quisieran. El efecto de la luz en los tres planos que componen el cuadro, construido en forma piramidal por influencia de Rafael y el Padre Eterno de composición miguelangelesca, es de una extraordinaria diversidad de claridades, que iluminan de formas diferentes los rojos y azules predominantes, según el lugar que ocupan en la composición.

A veces pienso que Visconti se equivocó al utilizar a Turner y a Mahler, tan ajenos en sí a la tradición veneciana, en su desoladora Muerte en Venecia. Cualquiera de los grandes vedutistas venecianos como Canaletto o Guardi, podían haber sustituido al inglés, a pesar de su turbador efecto al inicio en medio de la niebla mórbida. Y en vez de Mahler, podría haber usado el aria de la que antes hablaba de la ópera Il Giustino de Vivaldi, músico véneto. Imaginar a Philippe Jaroussky cantando solo en la playa del Lido «e se dal caro oggetto / lungi convien che sia /sospireró penando /ogni momento», mientras Aschembach muere, resultaría cuanto menos turbador.

La cultura pretende enaltecer la soledad. Y suele conseguirlo.