Lo malo que tienen los niños es que se estropean de mayores, supongo que dijo o escribió el malhumorado Mihura. Todo lo que se lee en este país después del informe Pisa es que los niños de la democracia se nos están estropeando muy aprisa, como aquellos juguetes de reyes de los niños pobres que se escacharraban antes de sacarlos a la calle. Estos niños de ahora se escacharran antes de que puedan citar a Faulkner (después de la perfección sólo queda el suicidio) o pagar una hipoteca a treinta años.

El clamor más clamoroso por el desastroso desastre educativo ha salido de la vieja progresía, que se ha lanzado sus columnas (de papel) contra el panfilismo de la izquierda gobernante y de la democracia en general, que ha perdido la guerra de la educación pública mientras los ricos y las derechas fabrican clones en centros bilingües con intercambios internacionales todos los veranos y azafatas de ojos color canela. Se veía venir. Es intolerable. La play station acabará con Cervantes y con Shakespeare. En vez del Espasa les compramos el World FIFA 2008. En fin. La munición es tan abundante como escasamente original: Juan de Mairena, Cicerón y hasta Bukowski son las citas más repetidas, aunque para mí que Bukowski nunca supo de Cicerón.

De entre las más airadas, por supuesto contra Chaves, me golpea una de foto y nombre lejanamente familiares. Aunque amañada por el juputa del tiempo (esa calva, esa tonsura imposible no se adivinaban en los setenta), la pinta es la de un compañero de facultad del turno de la mañana al que envidiábamos por sus habilidades con la guitarra: se las llevaba por Moustaki. En realidad, aquella promoción ha resultado resultona. Algunos/as salen en la tele, otros polemizan en las radios, otros pusieron bares de copas. Fueron unos años febriles. Los cursos pasaban con rapidez: las manifestaciones, las huelgas, el bar, los exámenes, los trabajitos, el bar, ellas, alguna vez la biblioteca. La culpa de nuestros suspensos la tenía Franco y un ministro fascista que se llamaba Cruz Martínez Esteruelas. Enrique, un colega de Castilla-La Mancha al que supongo feliz al mando de una potente televisión local, me confesó avergonzado que hasta cuarto de carrera había creído que Plagio era un emperador romano. ¿Y no lo era? le dije yo.

Que haber corrido delante de los grises y balbucear las declinaciones de los verbos polirrizos griegos nos dan legitimidad para indignarnos contra estos blanditos adolescentes cibernéticos que no saben hacer un comentario de texto, pues vale. Pero si se hubiera hecho un informe Pisa en los tiempos de la pana y los botos, la mayoría de los ilustres que ahora se pavonean en los periódicos habrían incluido a Plagio entre sus emperadores favoritos. Los informes Pisa de aquellos años de cieno eran las antologías del disparate, elaboradas a partir de las respuestas a los exámenes de las reválidas de cuarto y de sexto de bachiller. Una de las mejores, supongo que apócrifa, pertenece al estudiante que tradujo el Ave Caesar morituri te salutant por el título de este artículo. Sin duda se trataba de un genio. Ahora será altocargo. O incluso uno de celebrados autores del informe Pisa.