En la mesa un pisto del Sacromonte y en el aire la voz poderosa de Enrique Morente. Es esa feliz primera hora de la noche estival que libera del extremo calor e invita a la charla; a la cena entre amigos. Mejor si nos tiramos al monte, a ese poblado a lo caló que difícilmente se hace posible imaginar a menos de un minuto de la zona residencial de "El Candado". Todo un escenario de la más ancestral y profunda cultura mediterránea que sobrevive rebelde al estilo impersonal del adosado, al metódico modus vivendi de la actual sociedad globalizada e insípida. Ningún supermercado a la vuelta de la esquina. Sólo el negocio de un vecino que atiende al personal desde el salón de su casa y te vende las cervezas que saca de su propia nevera a precios de hace un siglo. Los borriquitos trotan entre chumberas y en los patios colindantes ya duermen las gallinas, mientras el mujerío saca las sillas a la puerta para disfrutar de la fresquita. La luna llena termina de poner acento lorquiano a esta noche en casa de Isabela Palau donde la artista cocina su obra con el mismo cariño y prudente atención con que prepara la cena para sus amigos, siempre bien recibidos en torno a la mesa de su terraza sombreada de profusa vegetación y perfumada del olor limpio y sugerente del jazmín. Pañuelo a la cabeza, falda de zíngara, vaporosa y larga hasta los pies, Isabela, resuelta, saca como del alambre o del tubo de pintura, el más sabroso y profundo espíritu del pimiento, el pepino y el tomate. Le sale el arte por los dedos; un arte exacto y preciso que queda plasmado tanto en sus esculturas y sus lienzos como en sus sartenes y ensaladeras. Isabela hace lo que sabe y sabe lo que hace y su arte sabe a auténtico porque no sabe otra cosa que ser artista, de la cabeza a los pies, de la noche a la mañana, sin prisa, sin pausa, sin descanso, por la magia de la inspiración iluminada y la plena dedicación propia del artesano infatigable. Nunca se cansa de su oficio porque su oficio es su vida y la vida su arte. Si el arte de la vida es hacer de la vida una obra de arte, la Palau ha dado en el clavo de la fórmula existencial. Crea como respira y nunca se cansa de vivir ni de crear. Sin necesidad de más estimulantes que su imaginación en continua ebullición y su amor al trabajo como placer que desconoce el miedo a la sequía de la inspiración y el sufrimiento del cansancio o el hastío. Crear sin sufrimiento fue el secreto de Picasso, la razón por la cual la contemplación de la obra de un artista nos puede inyectar una plenitud de optimismo y vitalidad, lejos de la inquietud y la angustia.

La casi recién inaugurada galería "Isabel Hurley" (paseo de Reading nº 39 bajo) da acogida hasta el dos de agosto a la última exposición de Isabela Palau, "Jardín del cosmos". En este espacio elegante y exquisito, levantado como un altar estético a las corrientes actuales del arte malagueño con el entusiasmo propio de los sacerdotisos de la belleza, las esculturas de Palau se mueven a su aire, transmitiendo una sensación de equilibrio y armonía que carga de serena energía la mirada del visitante. Como cuando se contempla el movimiento de un viento leve que despeina suavemente las copas de los árboles o se abre una ventana a la geometría exacta de las estrellas en un cielo perfecto de verano. Ya decían los pitagóricos, desde los albores de los tiempos, que la armonía es pura matemática. Frente al caos de las revueltas y oscuras pasiones humanas, encontramos el orden del universo natural. Ese mundo que, como exclamó Guillén, está bien hecho y en cuya contemplación se forjó la poesía epicúrea de un Lucrecio y un Horacio, las odas cósmicas de Fray Luis y los versos románticos de Wordsworth y Shelley. Desde la serena observación del entorno físico en sus mínimos detalles, Isabela crea toda una poética de la Naturaleza y una naturaleza de poesía íntima y personalísima, clásica y, a la vez, revolucionaria y provocativa. Pues no hay mayor provocación que la ser uno mismo, ni mayor valentía por encima de los servilismos del comercio y las modas que someten tantas voluntades al olor de las cifras y convierten el arte en puro mercadeo. Personalidades frágiles que se venden al capital y dejan de serlo por atender a las necesidades del estómago antes que a las del alma, principio irrenunciable del Arte. Pero, finalmente, la sensibilidad distingue el arte auténtico; aquel que tiembla, que brilla, que conmueve y que persigue el principio legítimo de la libertad. El verdadero artista transmite vida a sus obras porque pone su vida en ellas.

Isabela Palau ha hecho un arte para la vida y ha dado su vida al arte. Su casa es su taller, el lugar donde se acuesta y se levanta como artista de la noche a la mañana. El arte de su vida es, en efecto, hacer de la vida una obra de arte. Lo mismo cuando saca del alambre poemas cósmicos en el altillo de su estudio que cuando baja a la cocina para sacarle el alma gitana al pimiento y al tomate y convida a sus amigos a un pisto cuyo sabor les transporta a la esfera divina como propuso Plotino. En el aire, la mágica voz de Enrique Morente, el aroma limpio del jazmín y la luz lorquiana de la luna llena. El mundo está bien hecho.