Cuesta mirarse bien, conocerse sin trampas. Por eso la pareja: desempaña el espejo, nos anima a preguntarle a éste, el Gran Burlador, sin retórica y sin prejuicios. Un espejo miente desvergonzada y contumazmente a los solos, de los que se ríe y a los que expulsa de antemano, sin negociación posible, del reino de la verdad; y por eso los solos (eremitas, misántropos, ascetas, santos, poetas) sólo pueden vencer al espejo cuando lo hacen trizas contra el suelo. Pero un espejo queda desactivado como Máquina de Desconocimiento cuando son dos o más (una pareja, una familia, una congregación laica o religiosa, un equipo) los que se ponen de acuerdo para meterse dentro de él. La pareja que lo es por amor (o por cualquiera otra clase de acuerdo sincero y sólido) suma sus ojos para hacerle bajar los suyos al espejo. Entonces, por fin, el cristal queda abierto para que entre en él lo que somos o su reflejo.

Cuesta también, y mucho, desarrollar las potencialidades propias, llegar a asomarse (sin vértigo, sin miedo) a los límites de uno, recorrer sin caídas y sin desmayo el perímetro de lo que se es. Tu pareja te da la mano y te lleva al lugar de los secretos, a donde guardas tus tesoros, muchos de los cuales no usas por olvido, por irresponsabilidad o por temor. Enciende una antorcha y te conduce por el túnel, te calma, te cura, te ayuda a acarrear esa riqueza que ya no es tuya sino de los dos. Luego tú le devuelves el favor. Y así hasta que ambos lo deseen porque el verdadero tesoro es esa búsqueda conjunta de los infinitos pedazos de ser con los que se arma la vida de cada cual.

Cuesta, además, y sobre todo, regalar el espejo (o taparlo con paños oscuros) y volver a esconder los tesoros. El espejo y los tesoros, cuando se usan demasiado, acaban encontrando el modo de usarnos contra nosotros. Después de un tiempo, ni siquiera la pareja puede librarle a uno de esa amenaza. El espejo y los tesoros (el afán de conocimiento y la necesidad de felicidad) detectan el momento en el que la pareja se ha hecho una (por amor duradero: el círculo cerrado de los complementarios que han tachado la raya de división entre ellos; o por desamor: el pegamento de ese odio tan frecuente que transforma a amantes apasionados en enemigos feroces e irreconciliables) y vuelven a sus artimañas primeras, ahora con una saña redoblada por el deseo de vengarse de cada uno de los miembros de esa pareja. La pareja, entonces, y antes de que esto suceda, tiene que reafirmarse negándose: jugar a separarse (un minuto, un mes: no importa el tiempo sino la estrategia compartida, la voluntad inquebrantable de no dejarse intimidar por la insidia de los espejos y los sobornos de los tesoros) para volver a juntarse en un nivel superior.

Coincide que estos días varias parejas amigas se han separado y que otro amigo, el luminoso, intenso y sabio Ramiro Calle, acaba de publicar ´El arte de la pareja. Saber asir, saber soltar´ (Kailas Editorial). Por eso estas reflexiones: una manera de abrazar a todas las parejas que de repente comprueban que sus instrumentos de navegación (la brújula del deseo, el sextante de la complicidad) han dejado de funcionar; y una manera de celebrar un libro que a muchos servirá para orientarse dentro y fuera del amor, dentro y fuera de la vida en común, en los encuentros y, muy especialmente porque es más necesario, en los desencuentros.