Durante la Transición me dedicaba a estas labores, y entrevisté a un político socialista, un economista muy brillante que había sido discípulo de Ernest Lluch. Al día siguiente me llamó rogándome que suprimiera una frase: «Ninguna revolución compensa el coste social que produce». Me extraño que un militante de izquierdas tan acreditado le pusiera alguna pega a la revolución, que a mi me parecía sumamente deseable en aquella época. Daba igual que clase de revolución, la que fuera, a la hora que fuera, incluso en fin de semana. «¿Que será de la revolución, sin una universal copulación?», decían en el Marat-Sade, estrenada en España a final de los sesenta, que casi me sabía de memoria. La revolución, con claveles, con tanques o con peinetas, siempre era bienvenida. Y mi entrevistado, mucho más leído que yo, me la acababa de chafar.

Suprimí el renglón sin darle más importancia, pero la frase se me quedó grabada, y aun sigue ahí. Quizás porque la revolución acabaría siendo, para nosotros los españoles, una asignatura pendiente. Lo que llamamos piadosamente la Transición fue una transacción muy bien llevaba, pero sin el fragor de la épica revolucionaria. Franco era listo como el hambre que su guerra provocó. En los años sesenta, su régimen ofreció pechugas y mantequilla a cambio de libertad, y la inmensa mayoría de los españoles, hartos de comer boniatos y patatas, compró la oferta en el super del Caudillo. Franco se adelantó a la China actual, con su economía de mercado sin libertades políticas, y no se hace la revolución con la despensa llena. La democracia fue posible gracias a la madre naturaleza, que es la que realmente se cargó a Franco, aunque todos disimuláramos años más tarde, adjudicando el hecho a la voluntad del pueblo español, una risa. Siempre en sintonía con la Patria, el general tuvo la suerte de fallecer al tiempo que la economía del país , su gran baluarte, agonizaba como él mismo. Tarde o temprano, la gente tiene el hábito de morirse, y los dictadores también.

Revoluciones hay de muchas clases, pero todas acaban estallando a causa de le necedad y la codicia de los déspotas. Las revoluciones violentas suelen comenzar cuando el pueblo pide simplemente pan, y si no se les dan unas hogazas acaban exigiendo libertades políticas, que ya son palabras mayores. Pero los dictadores como Dios manda suelen cerrarse a las reformas, porque en ese caso tendrían que reformarse también ellos mismos, y ceder en su infinita avaricia y en sus cuentas de las islas Caimán. Al final, la parte de naturaleza que somos acaba imponiendo sus designios. Y la necesidad innata de satisfacer el hambre, ese imperativo que compartimos con cualquier bicho viviente, es un mecanismo más efectivo para la revolución que el ansia de libertad, que es un bien cultural adquirido. Aunque viendo los films de Eisenstein o escuchando a Battiato en Perspectiva Nevski nos parezca lo contrario, que siempre queda más sublime.

Las revoluciones que la historia presenta como magnos acontecimientos, dependieron en sus inicios de alguna fortuita circunstancia personal. ¿Habría estallado la revolución francesa si el bobo de Luis XVI se hubiera casado con una profesional como la reina Sofía, en lugar de desposar a una necia «fashion victim» como María Antonieta? Por no hablar de la nefasta zarina Alejandra, sin cuyo valioso concurso quizás Stalín hubiera terminado sus días cultivando patatas en Georgia. Por eso mismo, habría que fijar para la historia el nombre del policía tunecino que decomisó el carrito de frutas a Mohamed, cuya acción burocrática, probablemente en aplicación de la ley, puede cambiar el curso de nuestro siglo.

Las revoluciones puede que no compensen el coste social que producen, como dijo mi entrevistado, pero nos siguen seduciendo lo mismo que los amores imposibles o las amistades peligrosas. A falta de una propia, las revoluciones de los demás alimentan el recoveco utópico que aún perdura en cada uno de nosotros, en otros más que en unos. El ser humano necesita novedad y aventura, aunque sea a través de la TDT. Por eso, de vez en cuando, al sobrado Occidente le encanta ver las revoluciones ajenas en la hora de la sobremesa. Aún sabiendo que lo habitual es que terminen como el rosario de la aurora, pero sin rosario, en este caso.