Uno de los aspectos más intelectualmente ofensivos del ideario nacionalista es aquel que hace derivar de instancias metajurídicas los pretendidos «derechos» de la respectiva comunidad nacional, surgidos, pues, de la Historia, el espíritu del pueblo o Dios mismo, instancias dotadas, todas ellas, de idéntica subjetividad e igual carácter demiúrgico. Pero seamos serios: ¿existe alguna nación ideada por la divinidad, sin origen y sin final históricos? Contra lo que sostiene esa forma de pensamiento mágico que es la ideología nacionalista digo rotundamente que no. ¿Posee entonces fundamento propio, al margen de la Constitución y las leyes, el denominado eufemísticamente «derecho a decidir» el propio destino político por parte de un territorio o el a menudo invocado sin tapujos «derecho a la autodeterminación»? De ninguna manera.

El derecho de secesión se reconocía (aunque sólo nominalmente, desde luego) a las repúblicas soviéticas en la Constitución de la URSS y lo conservan, naturalmente, los miembros de la Unión Europea, que continúan siendo Estados soberanos. Por lo demás, como, a propósito de Quebec, recordó la Corte Suprema del Canadá en una célebre sentencia, el derecho de autodeterminación sólo se reconoce en el ordenamiento internacional a los territorios sometidos a un régimen colonial, no a los que conviven dentro del mismo Estado en condiciones de estricta igualdad jurídica. Ese mismo ordenamiento internacional, por cierto, tiene como uno de sus principios básicos el del respeto de la integridad territorial de los Estados, y a ello se compromete explícitamente también el Tratado de la Unión Europea.

La idealización nacionalista alcanza su clímax con la defensa de la lengua nacional, a la que concede el mayor relieve simbólico en el plano de la identidad colectiva y en la cual, por tanto, hace descansar la práctica totalidad de la fuerza integradora y cohesiva de la población integrante de la supuesta nación. De ahí, en el caso de Cataluña, la inmersión lingüística obligatoria en la enseñanza, con la lengua catalana como único idioma vehicular, protegido de forma desafiante frente a las decisiones contrarias del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. De ahí el rigor con que se aplica el llamado principio de disponibilidad lingüística en los establecimientos comerciales, también contraviniendo la doctrina de un timorato TC. De ahí, en fin, el intento de superar los límites territoriales del catalán, del eusquera y del gallego, propugnando su utilización en los órganos generales del Estado o en las relaciones que con ellos mantengan los ciudadanos particulares. Se trata, en suma, de afirmar la existencia de comunidades nacionales configuradas en su esencia por una identidad lingüística que, consiguientemente, se quiere construir y preservar a toda costa. La propia representatividad exterior del territorio se confiere también a la lengua originaria en detrimento de la lengua común.

Esto se ejemplifica muy bien en el uso de las lenguas autonómicas cooficiales dentro del Senado, órgano constitucional del Estado. Desde 1994 una serie de reformas del reglamento senatorial han ido introduciendo tales lenguas en diversos actos y procedimientos de dicha asamblea de las Cortes Generales. Finalmente, el 21 de julio de 2010 se aprobó una disposición adicional en la que se proclama que «el Senado, como Cámara territorial, ampara el normal uso oral y escrito de cualquiera de las lenguas que tengan el carácter de oficiales en alguna Comunidad Autónoma» en las siguientes actividades: a) en la primera intervención del Presidente del Senado ante el Pleno de la Cámara; b) en las intervenciones que se produzcan en las sesiones de la Comisión General de las Comunidades Autónomas, a las que pueden asistir y participar representantes de los gobiernos autonómicos; c) en las intervenciones que tengan lugar en el pleno con ocasión del debate de mociones; d) en la publicación de iniciativas cuando sean presentadas, además de en castellano, en cualquier otra de las citadas lenguas oficiales; e) en la presentación de escritos en el registro de la Cámara por parte de los senadores; y f) en los escritos que los ciudadanos y las instituciones dirijan al Senado.

El pasado 18 de enero se celebró un pleno para debatir mociones en la Alta Cámara, haciéndose un uso generalizado del pinganillo («pequeño auricular que se coloca dentro de la oreja», dice el diccionario) para la traducción simultánea al castellano de los discursos en las demás lenguas oficiales. Al parecer se produjeron escenas no sólo atentatorias al sentido común, sino también de una comicidad inenarrable. Sin embargo, como los representantes del pueblo español carecen del sentido del ridículo que tanto distingue, empero, a ese pueblo y, tratándose de tribunos nacionalistas, adolecen además de ninfomanía política, se han apresurado a pedir más: la traducción de las intervenciones en castellano (y en las lenguas autonómicas diferentes de la propia, es de suponer) a las restantes lenguas oficiales. ¡Ah, y el traslado de estas prácticas al Congreso de los Diputados! ¡Que venga Groucho y lo vea!

Sin embargo, no es cuestión de chiste únicamente. No toda estupidez resulta, por desgracia, inconstitucional, pero ésta sí. Según la Constitución (art. 3,2), las lenguas españolas distintas del castellano serán también oficiales, de acuerdo con los Estatutos de Autonomía, pero únicamente en el ámbito de las respectivas Comunidades Autónomas. No cabe, pues, en mi opinión, el uso de esas lenguas en la actividad del Senado, uno de los órganos generales del Estado, de modo que, si se quiere hacer del Senado una Cámara plurilingüe, ha de reformarse la Constitución; y por el método más agravado previsto en el texto constitucional. Frente a tal constatación no vale oponer de forma leguleya la definición del Senado como «Cámara de representación territorial», según lo califica la propia Constitución (art. 69.1), pues esta representatividad – «flatus vocis», por otra parte– no puede interpretarse de modo contradictorio con un precepto de la ley fundamental tan claro como el referido al ámbito de la cooficialidad lingüística.

Por último, mientras España, que tiene la fortuna de poseer una hermosa lengua común conocida por todos sus ciudadanos y por más de 400 millones de personas, se encamina hacia el confuso reino del pinganillo merced al acuerdo de nacionalistas y socialistas, el Gobierno del Sr. Zapatero protesta porque Bruselas excluye al castellano del sistema europeo de patentes, reservado al inglés, el francés y el alemán, o sea, a los países de mayor capacidad de innovación científica y tecnológica.