Los bares quedaron expeditos de fumadores, pero las instituciones siguen hasta arriba de botarates, de suerte que ya no procede entrar a una taberna para aspirar aire mefítico: basta con salir de ella. En Madrid, en Barcelona, en Valencia, en efecto, el aire que se respira es casi tan insalubre como la reacción del PP ante el tan anhelado y exigido rechazo de la violencia por parte de Batasuna (no se fía, dice, como si los ciudadanos en general nos fiáramos de ningún partido), pero en la capital se da algo más irrespirable todavía: Alberto Ruiz Gallardón, su alcalde feliz.

Gallardón no es que sea feliz porque no vea la realidad, en este caso la brutal contaminación que enferma a los madrileños, sino porque se cree aún capaz, con su suntuosidad y su palabrería, de conseguir que los demás no la vean. Se ha pasado tanto esa criatura sin recibir por ello el menor reproche electoral sino antes al contrario, que ya, crecido y sobrado hasta el delirio, supone no necesitar la astucia ni la demagogia en su trato con los ciudadanos, sino sólo el camelo puro y duro. Mientras, la gente se asfixia bajo esa boina negra que algún día fue el bello y puro cielo de Madrid, y las urgencias hospitalarias se colapsan más si cabe que de ordinario con los asmáticos que llegan arrastrándose, el tío dice que el aire de la ciudad es magnífico, que da gloria aspirarlo, y que lo que pasa es que la normativa europea al respecto es absurda y disparatada por lo exigente.

Del Ayuntamiento de Madrid cobra, además de Gallardón, una señora, Ana Botella, por su responsabilidad en el área de Medio Ambiente. Esa, por lo menos, no dice ni pío. Espera la lluvia que habrá de baldear un poco el detritus en suspensión, para que la gente, la que haya sobrevivido, se olvide del asunto y de la inanidad gravísima del equipo de gobierno al que pertenece. La gente es olvidadiza, como demuestra el hecho de que les voten siempre. Y en todo caso: de Madrid al cielo.